No obstante, eso no impedirá nunca que un pueblo tan dotado como el egipcio se sienta profundamente enamorado de la pureza de una línea, la armonía de una forma, el equilibrio de la composición, el inigualable juego de colores.
Posee una sensibilidad artística innata, un refinado gusto casi sin tacha y una habilidad lindante con el virtuosismo. A ello se añade la natural amenidad de carácter del egipcio, pacífico y poeta, contemplativo – capaz, por naturaleza, de analizar lo que le sirve de espectáculo –, amante de la vida familiar y sociable con los demás. El humor no le resulta extraño, la sátira discurre por sus venas.
El énfasis de la expresión, el entusiasmo de un país soleado, la afectividad a veces llevada a extremismos hacen que se afirme exteriorizándose más, tal vez, que cualquier otro pueblo, aunque, sin embargo, con una moderación y contención notables. Su espíritu religioso y el telón de fondo de una magia que es un «instrumento en sus manos», le incitarán a trazar, en una síntesis extraordinaria, cuantas formas y colores hay que evocar para que el objeto quede perpetuado, para que la acción tenga cumplimiento y la intención alcance su fin.
Por lo tanto, el dibujo y la pintura no son más que escritura. Pero cuando, abandonando el trazo simple, el artista se convierte en pintor y penetra en el campo de los colores, estas convenciones desempeñan su papel a modo de fuegos de artificio, ya que la expresión coloreada es también un género de escritura, un lenguaje mágico y nada se deja a la aventura ni a la improvisación.
Con la pintura, se afirmaría que el símbolo queda incluso ampliado. En Egipto, el color siempre ha sido un medio de transposición de unos valores y nociones fundamentales que corresponden a la naturaleza de los seres y las cosas, y no a su aspecto. El verde, color del papiro tierno, evoca simultáneamente frescor y juventud, y el negro es la tierra de Egipto, hecha del humus constantemente fertilizado que da vida a ambas riberas.
El rojizo, por el contrario, significa la esterilidad, las arenas del desierto, en oposición a la opulencia y generosidad de la tierra arable. Por extensión, todos los seres que tienen la piel y el cabello rojizos estarán abocados al dios estéril de la turbulencia, de la agitación, de la agresividad. El blanco es la luz que apunta al amanecer, la fosforescencia que libera del poder ctónico de los demonios. El amarillo intenso representa el oro, carne de los dioses, incorruptible, imputrescible, color de eternidad. El amarillo claro se utiliza para representar las carnes de las mujeres; el moreno rojizo es el color de la piel de los hombres.
Al atender a la definición del rojo vivo como color de la sangre: es la vida concentrada; es el tabú o la señal que se encuentra incluso en el trazado de los títulos literarios y que 1os romanos han transmitido con la utilización de la rúbrica.
Queda el azul y sus dos tonalidades principales: turquesa y lapislázuli. El azul muy profundo, lejanísimo, el que forma 1a cabellera de todos los entes divinos, es el lapislázuli. Y la delicada turquesa de radiaciones profilácticas, que conduce al nacimiento del mundo antes de que apunte el alba, es el anuncio de una nueva vida; es la transparencia de las límpidas aguas, del océano primordial en el que va a lavarse las impurezas el dios que renacerá.