En cuanto aparece la decoración en la tumba del Antiguo Imperio – es decir, en la capilla de la mastaba, o incluso, ya en esta época, en la del hipogeo –, la escena en la que, como telón de fondo, aparece la gran pantalla de papiros que ocupa la altura de varios registros y constituye siempre una excepción en la secuencia ininterrumpida de «frisos».
A veces, el difunto se encuentra de pie sobre una balsa y agarra los tallos altos de una caña; otras, y también sobre una ligera barca, escoltado por ayudantes, clava el arpón al monstruo más temible del Nilo: el hipopótamo que surge por encima del agua, bajo la cual se esconde el cocodrilo. Pero casi siempre la composición queda equilibrada de modo muy riguroso y simétrico, enmarcada por la clásica imagen del fondo de papiros.
El difunto, rodeado de sus familiares, lanza el arma ritual de la prehistoria: el boomerang que retorna. Se lanzan muchos; cada uno de ellos lleva consigo el pato salvaje, cuyo cuello fracturado por el arma y como lacio, sugiere un tallo caído.
Esos patos exterminados representan, de forma a un tiempo poética y mágica, los demonios vencidos. Paralelamente, el difunto, liberado ya de los obstáculos del mundo infernal por el que debe abrirse camino, enarbola con ademán ampuloso, una larga pica que le permitirá sacar del agua dos peces de brillantes colores.
Para poner de relieve a la presa representada en el medio acuático, una convención del dibujo egipcio permite representar, en torno a las dos futuras víctimas, una especie de montaña de agua, festoneada por un burbujeo espumeante. ¿Quién sabe incluso si, con este proceder, el sacerdote pretendía conservar en su elemento el Tilapia nilotica y el Lates niloticus?
Porque no hay que olvidar que, con esta proeza, el desencarnado pone de manifiesto el lazo que le une a sus despojos carnales, representados en forma de un gran lates flotando en el río lleno de muertos en transformación – del mismo modo que flota eternamente el cuerpo de Osiris –, y el que le une desde ahora al bulti (el Tilapia), bajo cuya forma reaparecerá, con una flor de loto en las mandíbulas, para alcanzar la resurrección, en cuanto las aguas cósmicas de su madre se escurran en la hora del renacimiento solar, y él respire el primer soplo de aire.
Este cuadro esencial, pintado centenares de veces en las paredes de las tumbas, permite comprender mejor el valor mágico – o mejor aun mágico-religioso de la ornamentación pictórica de las capillas funerarias, cuyas escenas de la vida corriente han sido interpretadas demasiadas veces, en la actualidad, como descripción de cuanto los difuntos habrían deseado encontrar de nuevo en el marco de su vida eterna.
