Arte de los Imperios Medio y Nuevo

Los últimos templos

Los dominadores tolemaicos, por prudencia política, se declararon legítimos sucesores de los antiguos faraones y tuvieron un respeto escrupuloso para las creencias religiosas, las costumbres y usos del pueblo egipcio. Las dotaciones económicas a los templos y una gran actividad constructiva les granjearon la fidelidad de la poderosa casta sacerdotal. En Karnak hay todavía un relieve en el que se ve al propio Alejandro haciendo ofrendas, como un converso, a su padre Amón. Viste perfectamente la indumentaria faraónica: el klaft sobre el que se sostienen en un equilibrio inestable las coronas blanca y roja.  El ejemplo más notable del interés de estos faraones de origen griego por la cultura egipcia es el templo de Horus, en Edfú, en el Alto Egipto. Este edificio conservado en excelente estado, fue iniciado por Tolomeo III Evérgetes en el año 237 a. C. y constituye un gigantesco monumento de fidelidad a las tradiciones egipcias. Por eso su planta es la ya conocida, típica del Imperio Nuevo. Tras un impresionante pilón está el patio, separado del vestíbulo por tabiques situados a media altura entre las columnas. Es la novedad arquitectónica que ya vimos que se introdujo durante la XXII Dinastía, pero que ahora se convierte en norma. La sala hipóstila tiene sólo doce columnas todas de la misma altura; la luz tiene que entrar por un agujero practicado en el techo.
Análogo a Edfú por su aspecto y medidas es el templo de Hathor que iniciaron los últimos faraones tolemaicos en Denderah. Los capiteles que coronan sus columnas son gigantescas cabezas de la diosa Hathor con el peinado que llevaban las reinas de la XII Dinastía. He aquí otra prueba de la afición a lo arcaico del arte egipcio tardío. Esos dos grandes mechones de pelo pendientes a cada lado del rostro no los llevó ninguna dama del Imperio Nuevo y debían ser algo ya olvidado cuando se construyó el templo de Denderah. El arcaísmo sistemático revela la preocupación política por entroncar con el pasado de las Dos Tierras y -a la vez- la precisión con que la vejez, en este caso la última fase de una cultura, evoca su infancia y las fases juveniles.
En la frontera de Nubia, en un lugar próximo a la primera catarata del Nilo, se conservan magníficas construcciones de la época tolemaica. Estas se levantaron en la isla de Filé, también conocida por la denominación latinizada de Philae, la cual aparecía como una barca de roca en el centro de las aguas del gran río. La vieja presa de Asuán hacía que éstas la cubrieran durante nueve o diez meses al año, apareciendo a lo largo del período restante una imagen muy evocadora de ruinas semisumergidas que ilustra frecuentemente los últimos capítulos de los libros sobre el arte egipcio. No obstante, la construcción en Asuán de una nueva presa de dimensiones gigantescas, la que contiene el llamado lago Nasser, hizo desaparecer por completo el encanto de aquellos parajes, actualmente engullidos por las aguas.
En la isla antes solitaria y deshabitada de Filé aseguraban los sacerdotes que Isis había dado a luz al hijo póstumo de Osiris, Horus el vengador. No es de extrañar que, dada la veneración siempre creciente por Isis, hasta en la época romana, se multiplicaran allí los templos y se convirtiera en lugar de peregrinación.
El edificio principal de entre los que se levantaban en la isla de Filé era el templo dedicado a Isis, que tanto por su estilo como por su planta apenas se distingue de los grandes templos tebanos del Egipto tradicional. Alrededor del mismo había otras construcciones de elegantísimo porte, como el llamado pabellón de Necianebo, en realidad un desembarcadero o quiosco descubierto.
Las columnatas, de bellas proporciones, estaban protegidas y resguardadas por un alto antepecho del tipo que se introdujo a lo largo de la XXII Dinastía, gracias al cual en los intercolumnios tan sólo quedaban abiertos unos pequeños espacios a modo de ventanas. El itinerario que, mediante una escalinata, conducía desde el río hasta uno de estos edificios, sólo puede ser reseguido mentalmente con la imaginación: en un rellano se levantaba un gracioso obelisco de granito y más arriba, el pórtico, como recogiendo toda la brisa del Nilo. Desde allí la vista se extendía sobre el pequeño mar, sembrado de isletas pequeñas, que formaba el río.
Los relieves que figuraban en estos templos de época tolemaica, hoy desgastados y erosionados por su larga permanencia bajo las aguas, contenían exclusivamente escenas sagradas. Las representaciones de temas mundanos, cacerías y batallas que tanto abundaron en los templos del Imperio Nuevo, aquí fueron proscritas. No obstante, esta inacabable representación de actos litúrgicos ofrecía un nuevo atractivo por el modelado de los cuerpos humanos, más plástico y animado que jamás lo había sido en el arte egipcio. Su delicado sentido de la forma confería sensuales redondeces plásticas a las figuras de las diosas coronadas con cabezas de buitre o con cuernos sagrados. Pero la gloria de la escultura de este período son los retratos en piedras duras, difíciles de labrar y de pulir. Sus superficies brillantes producen efectos fantasmagóricos; gracias a ello la forma, con los reflejos, toma valores diferentes según de donde llega la luz. Los aztecas y los mayas se complacieron, por esta misma razón, en labrar máscaras de obsidiana, jade y nefrita.
La escultura se convierte así en un arte misterioso, no sólo por los métodos que emplea, sino también por sus resultados, casi mágicos. Si la vida es cambio, transformación, actividad, las esculturas en piedras duras, pulimentadas hasta ser como espejos, consiguen una variabilidad con los rayos de luz que es lo más parecido a vitalidad. En un país como Egipto, donde la vida y la muerte dependían de conjuros, encantamientos y sortilegios, la aparente transfiguración que se observa en la escultura pulimentada dio al arte un valor de evocación que no había tenido nunca.

Pilón de entrada al templo de Edfú

Pilón de entrada al templo de Edfú, inmensa construcción tolemaica situada a cien kilómetros al sur de Luxor. Su estado de conservación es excelente. El pilón es a la vez fachada, donde el dios se muestra al pueblo en imaginativos relieves, y defensa del templo. Estas moles fueron para los egipcios dos montes entre los cuales salía Horus cada mañana para tender su espada invencible al faraón a fin de que éste pudiera aplastar a cualquier enemigo de Egipto.