Los hermanos Lorenzetti

 

Después de los Martini, Simone y su hermano Donato, y su cuñado Lippo Memmi, una tercera generación sostiene con altísima dignidad el estilo característico de la pintura de Siena, representada principalmente por los hermanos Pietro y Ambrogio Lorenzetti, que mezclaron a la suavidad sienesa algunos de los caracteres de la escuela de Giotto. Trabajaron en Siena, su patria, y en Asís. Ambos debieron morir en 1348, durante la terrible "peste negra" que destruyó una parte importante de la población de Europa y dejó asolada la ciudad de Siena, pero Ambrogio -activo desde 1319- llegó a ser un artista que gozó de verdadera fama.
Entre 1337 y 1339 pintó dos grandes frescos en el Palacio comunal de Siena, en una sala junto a la Sala del Consejo, donde está la Madona de Simone Martini. Dos de sus grandes paredes laterales no tienen interrupción alguna, y por lo tanto se prestaban a ser decoradas. Uno de los frescos es una genial alegoría del Buen Gobierno, con sus virtudes y las ventajas de la paz, mostrando a Siena y su comarca gozando de orden y prosperidad, mientras que el otro es una composición para hacer ver los efectos desastrosos del Mal Gobierno.
Pero la obra maestra de los hermanos Lorenzetti son los frescos de la iglesia de San Francisco de Siena. En esta iglesia franciscana se trataba de representar, no ya la vida de su fundador, muy conocida, sino la de otros santos de la Orden. Eran escenas completamente nuevas. En una de ellas, San Luís de Anjou se presenta ante el Papa para tomar el sayal de franciscano. Otro recuadro representa los primeros misioneros franciscanos que fueron martirizados en el Sudán. Otro, el suplicio de los mártires de Ceuta por el sultán Miramamolín, composición patética que muestra influencias de la escuela de Giotto. Ambrogio Lorenzetti pintó también varias Maestá (Virgen con el Niño, en el trono), una Presentación al Templo, en 1342 (hoy en la Galería de los Uffizi, Florencia), una Anunciación, en 1344 (Pinacoteca de Siena) y extraordinarios paisajes, por primera vez en la pintura de Occidente, de un rigor geométrico y de una nitidez casi metafísicos, como su famosa Ciudad junto al mar (Pinacoteca de Siena).
La dirección iniciada por los hermanos Lorenzetti no tuvo continuadores. Los talleres de Siena prefirieron repetir sus temas de Vírgenes y santos aristocráticos, para los que había ilimitada clientela. A fines del siglo XIV no le quedaban al arte sienes más que dos caminos: o empezar de nuevo el estudio de la Naturaleza, o ir muriendo en el ambiente en que le habían formado Duccio y Simone Martini.
Sin embargo, ¡cuánta delicadeza conceptual, cuánta elegancia compositiva, cuánta exquisitez cromática hay, todavía, en las obras realizadas por la serie de pintores que prolongan esta escuela desde la segunda mitad del siglo XIV hasta los años que cierran el siglo siguiente!
Casi parece imposible que esta delicadeza y amor por una belleza refinada hayan podido mantenerse en una ciudad continuamente sacudida por las guerras, las luchas internas, las conjuraciones y los levantamientos, el hambre y la peste.
Sin embargo, en este período se construyeron los palacios ricamente decorados de los mercaderes y banqueros: los Salimbeni, los Tolomei, los Bonsignori, los Malavolti, los Piccolomini; y los gremios de artesanos ahorraban dinero para encargar a los mejores artistas retablos para los altares de sus patronos: los tintoreros encargaron un espléndido políptico a Sassetta, los panaderos a Mafteo di Giovanni y los carniceros a Giovanni di Paolo.
Durante esta prolongación, la escuela sienesa permaneció fiel por completo a su medievalismo; tan sólo muy levemente llegó a incorporarse algo de las portentosas novedades aparecidas a lo largo de aquel mismo siglo XV en Florencia. Pero, a pesar de esto, aquellos artistas sieneses pudieron ejercer una evidente influencia en ciertas escuelas de fuera de Italia.

La Presentación al templo de Ambrogio Lorenzetti

La Presentación al templo de Ambrogio Lorenzetti (Gallería degli Uffizi, Florencia). Es una de las últimas obras fechadas de este artista. Se trata de una escena única en la que se descubren interesantes intentos de perspectiva: el ritmo geométrico del pavimento armoniza con el juego de luz y sombra de las bóvedas. Los personajes destacan como transfigurados, gravemente solemnes, para exaltar el alcance sagrado del acontecimiento.