Un juego de palabras demasiado fácil, una asonancia demasiado estrecha: Modigliani, Modí, maudit [maldito, en francés]. La historia del artista, cuya vida fue precozmente destrozada por la tisis y por una vida disoluta, era el argumento perfecto para una leyenda coronada por el drama, el suicidio de Jeanne, su joven compañera, al día siguiente de la muerte del «príncipe de Montparnasse».
La leyenda del último maudit nació aquel día, pero en París Modigliani era ya reconocido, junto con Matisse y Picasso, como uno de los protagonistas del arte del siglo.
Picasso y Modigliani se habían cruzado en Montmartre, en Montparnasse, pero nunca fueron amigos; con todo, según Picasso, «Modigliani poseía una mirada aguda y una gran fascinación y a pesar de su vida desordenada elevaba la de los demás» (Patani, 1988). He aquí tal vez la razón de que todos los testimonios, reales o supuestos, cuenten luego su versión de la vida de Modí.
Había muerto demasiado pronto y nadie había podido desautorizarlos. Tampoco lo logró siquiera alguien que lo intentó verdaderamente, la otra Jeanne, la hija de Modigliani y Jeanne Hébuterne.
El 12 de julio de 1884, Eugenia Garsin, que esperaba su cuarto hijo, empezó con los dolores del parto. El oficial judicial estaba en la puerta y los familiares de la mujer se afanaban amontonando los objetos más valiosos sobre la cama para salvarlos del embargo. La ley impedía requisar lo que se hallaba sobre el lecho de una parturienta. Clemente Amedeo Modigliani nacía en una familia en desastrosa situación financiera por la quiebra de la empresa de leña y carbón y de algunas minas en Cerdeña que con frecuencia habían tenido lejos de casa a Flaminio, padre de Amedeo y marido de Eugenia.
En 1870, Eugenia Garsin, con sólo quince años de edad, había sido destinada a Flaminio, vástago de una familia judía de estricta observancia; antes de la ruina, los Modigliani llevaban una vida acomodada, con frecuentes reuniones en los amplios salones de la planta baja de su casa, en Via Roma, 33, donde nacería Amedeo. Eugenia, por el contrario, procedía de una familia menos conformista y quizá, más culta que los Modigliani. También los Garson eran judíos, pero habían elegido una institutriz inglesa protestante para sus hijos y Eugenia había ido a un colegio católico francés.
Los Garsin estaban repartidos entre Livorno, Marsella y Londres, hablaban todos tres o cuatro idiomas, habían visto repentinos ascensos económicos seguidos de reveses financieros igualmente rápidos, debidos a los grandes riesgos empresariales que asumían los hombres de la casa, siempre gobernados por una economía doméstica en la cual la última palabra correspondía a la mujer. También en casa de Eugenia y Flaminio, donde vivían con el anciano padre de éste, Isacco Modigliani, y a menudo con Gabriella y Laura, hermanas de Eugenia, regía la misma administración matriarcal.
Cuando el pequeño Amadeo tiene dos años, en mayo de 1886, Eugenia empieza a llevar un diario y con Laura organiza en la casa de Via delle Ville (hoy Via Marradi), adonde se habían mudado tras el desastre, una escuela, alentada por Rodolfo Modolfi. Éste era un «soñador», como escribe Eugenia, que para llegar a fin de mes daba hasta trece horas de clase al día, un literato que algunas veces ayudó a Amedeo a hacer los deberes de latín y muchas veces trató de contener los primeros signos de intolerancia hacia la autoridad paterna manifestados por el adolescente. El primer gran amigo de Amedeo fue uno de los hijos de Rodolfo, Uberto, siete años mayor que él, comprometido en la lucha socialista desde 1898 y que habría de llegar a ser alcalde de Livorno. La conciencia política de Uberto Modolfi se había formado en casa de los Modigliani, con Emanuele, el hermano mayor de Amedeo y futuro diputado socialista, que participaba en la agitación política de Livorno, la ciudad donde nacería el partido comunista italiano.
Amedeo Modigliani se educó con los demás niños en la escuela de la casa. Era el más pequeño de los hijos, probablemente el más mimado. En 1897 empieza a atosigar a su madre pidiendo recibir lecciones de dibujo. Y al final, terminados de manera poco brillante los exámenes del instituto, la madre consiente en enviarlo al curso de arte. Eran momentos difíciles para la familia: el 4 de mayo de 1898, Emanuele, que ya había terminado los estudios de Derecho en Pisa, había sido detenido y condenado a seis meses de cárcel por motivos políticos. La madre lo apoyaba, pero el resto de la familia se oponía a su compromiso social.
La atmósfera doméstica había cambiado desde los tiempos en que las dos hermanas Garsin recibían una plétora de colegiales; Laura había abandonado la enseñanza para dedicarse a escribir artículos filosóficos y sociales, los dos hermanos mayores de Amedeo habían iniciado su propio camino, Emanuel como activista político y Umberto como ingeniero; también en 1898, Amedeo enfermó de una fiebre tifoidea que dañaría gravemente sus pulmones.
Según la leyenda, en el delirio de la fiebre arrancó a su madre el permiso para abandonar los estudios y dedicarse exclusivamente a la pintura, sintiéndose llamado al arte, con sólo catorce años. A partir de entonces asistió a las clases del pintor Guglielmo Micheli, mientras Eugenia Garsin se ponía a escribir, primero un relato, luego una novela corta y una serie de trabajos sobre literatura italiana, pagada por un americano que, publicándolos con su nombre, se garantizaba una discreta carrera universitaria.
Mientras Eugenia traducía las poesías de Gabrielle d’Annunzio, su hermana Laura adoctrinaba a su joven sobrino sobre lo que Friedrich Nietzsche había expresado poco menos de veinte años antes en relación con la interpretación del hombre como «una cuerda tendida entre la bestia y el Superhombre». Como Nietzsche, la tía Laura tenía un problema y, presa de un delirio de persecución, diez años más tarde sería ingresada en una casa de salud en Normandía. Para su sobrino seguiría siendo siempre una maravillosa inteligencia» su primera guía no sólo por los meandros de la filosofía nietzscheana sino también en la aproximación a las nuevas teorías filosóficas sobre el concepto del tiempo de Henri Bergson, que darían lugar a experiencias literarias de Marcel Proust y James Joyce.
En los días en los que mantenía este tipo de conversaciones, Amedeo acudía asiduamente al gran salón del primer piso de Villa Baciocchi en Livorno, donde tenía su estudio Guglielmo Micheli. Al parecer, aprendía deprisa; el 10 de abril de 1899 Eugenia Garsin escribe que «Dedo… no hace más que pintar, pero lo hace todo el día y todos los días con un ardor constante que me asombra y me encanta…
Su profesor está muy contento con él; yo no entiendo, pero me parece que para llevar sólo tres o cuatro meses estudiando no pinta demasiado mal y dibuja muy bien». Michele no podía sino estar satisfecho; Modigliani se plegaba diligentemente al aprendizaje previsto por el modesto maestro, que continuaba en la línea del agotado estilo macchiaiolo toscano como obsequioso seguidor de Giovanni Fattori. El padre del movimiento macchiaiolo, nacido en Livorno y famoso ya en todo el mundo, era una figura legendaria para los jóvenes alumnos. El anciano Fattori visitaba a menudo el estudio de Micheli: una de estas visitas fue inmortalizada en una fotografía de 1898, en la cual, detrás del viejo pintor, aparece un jovencísimo Modigliani con ojos de obseso.

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