Sensualidad, inconsciente, sueño, amenaza y conocimiento pasan desde este momento a ser los temas dominantes en el arte klimtiano, protagonistas de los paneles que se le habían encomendado en 1893 para el techo del Aula Magna de la Universidad. Bajo la égida del Triunfo de la luz sobre las tinieblas (la escena central, confiada a Matsch), glorificación de la ciencia y del positivismo, en concordancia con las ideas de los comitentes liberales, Klimt debía realizar, además de dieciséis lunetos, la Filosofía, la Medicina y la Jurisprudencia. El artista empezó a trabajar en el primer lienzo en 1899, pero, en vez de realizar la esperada celebración de carácter historicista, al modo de las ejecutadas en el Burgtheater, y en el Kunsthistorisches Museum, creó un inquietante entrelazamiento de figuras flotantes, junto a las cuales aletean misteriosamente dos rostros femeninos, que personifican «el Saber» y «el Enigma del Mundo». El cuadro, cuyo carácter simbolista está en plena sintonía con las novedades del arte europeo, fue enviado en 1900 a la Exposición Universal de París, donde fue premiado con la medalla de oro para la mejor obra extranjera.
Muy otra fue la acogida en la patria: presentada el mismo año en la VII muestra de la Secesión, visitada por unas 35.000 personas, la Filosofía fue motivo de escándalo. Si los críticos progresistas, que apoyaban a la Asociación, admiraron su carácter «moderno», elogiando su misticismo y subrayando su aliento cósmico, los comitentes, la prensa y la opinión pública, que se esperaban una nueva versión de la Escuela de Atenas de Rafael, con un desfile de los más célebres filósofos del pasado, se sintieron conmocionados. Numerosas recensiones hablaron de «locura» y de «falta de sentido» y ochenta y siete profesores de diversas facultades llegaron a firmar una protesta formal dirigida al ministro de Cultura, Von Hartel. No fue sólo el estilo del cuadro, de una modernidad inaudita para Viena, lo que desencadenó la oposición, sino también, y más aún, el contenido, que, ofreciendo una visión nihilista de la filosofía, corroía la fe en la idea de un progreso racional, capaz de explicar todos los aspecto de la realidad.
En respuesta a las acusaciones de fealdad e ignorancia, los miembros de la Secesión publicaron en Ver Sacrum un artículo firmado colectivamente en el que se defendía la libertad creativa, sosteniendo indignados que «la mera inteligencia no conduce en modo alguno al arte. La ciencia puede comprender racionalmente, con la obra de arte sólo cabe identificarse». El episodio quedó en principio sin consecuencias, en parte porque el ministro, agarrándose al Grand Prix concedido en París, se limitó diplomáticamente a ignorar la «Protesta de los Profesores», dejando que la polémica se calmara.
Klimt empezaba ya a ser conocido y apreciado fuera del país. En 1897 se expuso un cuadro suyo en la Muestra Internacional de Dresde y al año siguiente la ya mencionada Palas Atenea lo representa en el Salón de Otoño parisiense. En 1899, un paisaje suyo estuvo en la Bienal de Venecia junto a obras de apreciados simbolistas como Ferdinand Hodler y Fernand Khnopff. También en Viena, gracias a la notoriedad anteriormente lograda y a la visibilidad que le proporcionaban las muestras secesionistas, el nuevo estilo del artista empezaba a tener éxito y Klimt se estaba creando una clientela propia, en la que destacaba el industrial August Lederer, convirtiéndose en el retratista de la alta burguesía.
En 1898, además, había recibido un importante encargo privado, el equipamiento de la sala de música del palacio del industrial Nikolaus Dumba. Este había decidido confiar no sólo la ornamentación sino todo el arreglo de tres salas de su vivienda a pintores y no a arquitectos. Las otras dos estancias habían sido realizadas por Makart y Matsch y el encargo a Klimt obedeció, por tanto, a su fama como pintor historicista. El artista optó por una solución intermedia: para los ornamentos se atuvo al estilo Ringstrasse, pero para las sobrepuertas pintó dos escenas cumplidamente simbolistas, que por desgracia resultaron destruidas durante la II Guerra Mundial.
La primera, que en la época tuvo un éxito extraordinario, representaba a Franz Schubert -del cual Dumba era un ferviente admirador- al piano, iluminado por un resplandor irreal y rodeado de algunos oyentes. La presencia entre ellos de tres mujeres jóvenes, pintadas como si fuesen apariciones, transportaba fuera del tiempo la representación de una velada festiva. Mucho más radical era la segunda sobrepuerta, La Música II, donde una seductora mujer fatal tañe una lira estilizada y vuelve la mirada al observador, introduciéndolo en un espacio de carácter sacro y arcaizante, que reúne una esfinge y un sarcófago en la que se ve la máscara de Sueno, hijo del dios Pan. El cuadro, de manera similar a Palas Atenea, manifestaba el interés de Klimt por la mitología antigua, utilizada ahora de manera muy distinta a los pastiches historicistas. El mito se convertía en la clave de acceso a una realidad «otra», a significados diversos de los ofrecidos por el mundo objetivo de los fenómenos. Estos elementos eran ya parte irrenunciable del léxico artístico klimtiano y fueron usados también en el segundo panel para la Universidad, la Medicina.
Haciendo caso omiso de la marea de críticas suscitadas por la Filosofía y en plena coherencia con su nueva trayectoria estilística, el pintor creó un pendant de la primera obra. El segundo cuadro está igualmente compuesto por un torrente vertical de cuerpos flotantes, ante los cuales destaca imperiosa Higea, la personificación griega de la Salud. Nuevamente, el carácter metafísico de la obra ofrecía una visión no científica de la medicina, circunstancia que se sumaba a la modernidad no idealizada de los desnudos para contravenir las expectativas de los comitentes.
Ya el número de Ver Sacrum íntegramente dedicado a los bocetos para el cuadro (el VI de 1901) fue secuestrado -si bien la disposición fue luego revocada- con el pretexto de una timorata «ofensa al sentido del pudor», pero fue la exhibición del lienzo, expuesto en la X muestra de la Sucesión ese mismo año, la que causó un auténtico alboroto. Si alguno se limitó lapidariamente a aseverar que «la Medicina de Klimt no es una representación de la Medicina», los más la describieron como «apropiada quizá, para un museo de anatomía»; Karl Kraus, célebre escritor y polemista de la época, contaba que había visto al presidente del Senado presa de convulsiones delante del cuadro y la crónica de un visitante concluía con el grito «cielos, ¿dónde está la salida de emergencia?» Klimt, de manera paralela a Freud, sustraía a los vieneses las certezas de la ciencia, la garantía de que la realidad fuese comprensible y gobernable, para arrojarlos a un cosmos regulado por fuerzas ignotas y oscuras. Este era el motivo real de que el cuadro fuese inaceptable, hasta tal punto que el caso adquirió de inmediato una naturaleza política y quince diputados, entre ellos el burgomaestre vienes Karl Lueger, firmaron una apelación parlamentaria para rechazarlo formalmente.
Gracias al apoyo, aunque quizá más tibio, del ministro Von Hartel, y al hecho de que para completar el encargo hecho a Klimt faltara todavía el panel de la Jurisprudencia, las críticas se desvanecieron de nuevo y el artista se conformó con pintar, dedicándolo «A mis críticos», un cuadro titulado Peces de oro, cuyo primer plano está ocupado por una mujer desnuda que vuelve ostentosamente el trasero al público.
Muy pronto, sin embargo, estuvo de nuevo Klee en el centro de la polémica artística vienesa. Después de la importante VIII muestra secesionista, dedicada en 1900 al artista escocés Charles Rennie Mackintosh y a las artes aplicadas europeas, la Asociación organizó en 1902 su XIV exposición, en torno a una imponente estatua de Beethoven, esculpida por el alemán Max Klinger, admiradísimo en Viena. El gran músico, muerto en la capital austriaca en 1827, se había convertido en una de las figuras de referencia del siglo XIX germánico, gracias en parte a la obra de mitificación de Richard Wagner, que había dedicado a su héroe una serie de escritos. El monumento de Klinger contribuía a divinizar al compositor, representado por él en el trono de Zeus, hasta el punto de que el crítico Ludwig Hevesi comentaba la organización de la muestra como «un lugar sagrado, un aire de templo para un hombre convertido en un dios».
La excepcionalidad de la exposición consistía en ser una especie de gigantesca caja de resonancia para la estatua: el arquitecto Josef Hoffmann había rediseñado por completo el espacio interior del edificio, transformándolo en una especie de iglesia de tres naves, en la cual el monumento sustituía al altar; paralelamente, dieciocho secesionistas habían creado obras murales, relieves, y cuadros en función del monumento, destinados a ser destruidos a la conclusión del evento. La muestra era, pues, un enorme aparato efímero y sobre todo el experimento más importante de «obra de arte total» jamás realizado. El efecto fue completo el día de la inauguración cuando Gustav Mahler, a la sazón director del Teatro de la Opera, dirigió un arreglo para dos coros de la Novena Sinfonía de Beethoven ante la estatua.
A Klimt, a quien se había reservado la «nave» izquierda, le correspondió un papel protagonista. El artista había pintado en tres partes el Friso de Beethoven, única obra conservada de las realizadas para la exposición y hoy colocada, tras una larga restauración, en una sala de la Secesión.
De manera análoga al monumento, el Friso aborda, según palabras de Hermann Bahr, «el tema del genio» y, a diferencia de las demás obras figurativas realizadas para la muestra, que resultaban más bien decorativas o pesadamente didácticas, comparte la inspiración metafísica de la obra klingeriana. En una serie de episodios simbólicos, Klimt representa la religión estética profesada por los secesionistas, la salvación de la humanidad a través del arte. El catálogo, ya de por sí un producto artístico, ofrecía la interpretación del Friso: «(Primera pared) El anhelo de felicidad.
Los lamentos del débil género humano. Las súplicas como fuerza exterior, la compasión y la ambición como fuerzas interiores, mueven al hombre fuerte y bien armado a la lucha por la felicidad. (Pared corta) Las fuerzas hostiles. El gigante Tifeo, contra el cual los mismos dioses combatieron inútilmente, sus hijas, las tres Gorgonas. Enfermedad, locura, muerte. Voluptuosidad y lujuria, exceso, angustia que corroe. Los instrumentos y los deseos de los hombres vuelan a lo alto. (Ultima pared) El anhelo de felicidad halla satisfacción en la poesía. Las artes nos conducen al reino de lo ideal, donde sólo podemos encontrar pura alegría, pura felicidad, puro amor. Coro de ángeles del Paraíso. “Alegría, maravillosa centella divina. Este beso para el mundo entero”. Para su obra, el artista se inspiró en la interpretación de la Novena que hizo Richard Wagner en 1846 y en la letra del Himno a la alegría de Schiller, al cual puso música Beethoven en el coro que cierra la sinfonía.