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Historia del Arte

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Biografía de Mariano Fortuny (III)

En mayo de 1870 la Diputación de Barcelona recibió la noticia de que Fortuny, al no poder enviar La Batalla de Tetuán, estaba dispuesto a restituir el dinero recibido como adelanto por ese encargo. Así pues la obra quedó inacabada en su taller hasta que en 1875, después de su muerte, la institución acabó adquiriéndola por 50.000 pesetas. A mediados de junio la situación política en París, a las puertas de la guerra francoprusiana, así como una dura epidemia de viruela, motivó que la familia Fortuny dejase la ciudad y emprendiera el regreso a España. Después de pasar por Madrid y Sevilla -ciudad en las que el pintor admiró las pinturas de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad-, los Fortuny acabaron instalándose en Granada a principios de julio. La intención era quedarse hasta el mes de septiembre, pero la estancia acabó prolongándose más de dos años. Fue en Granada donde nació Mariano, su segundo hijo, en mayo de 1871, futuro artista (pintor, grabador, fotógrafo, escenógrafo y destacado diseñador textil).

Durante aquellos dos años de residencia en Granada, Fortuny, catapultado a la fama, se sintió tremendamente feliz, admirando la luz y el color andaluz. Allí no sólo continuó pintando sino que se dedicó a adquirir piezas para su colección de antigüedades. Compró un magnífico vaso hispanomorisco que hoy en día se conserva en el Museo del Ermitage. Al mismo tiempo restauró las piezas adquiridas y llegó incluso a realizar trabajos de forja y de esmaltado con reflejos metálicos. Y es que Granada en aquel entonces era una ciudad que despertaba pasiones entre todos aquellos que la visitaban. Era considerada, con su extraordinario patrimonio arquitectónico, un reducto del mundo oriental en Occidente.

Durante esos momentos se manifestó por primera vez el debate artístico que definió sus últimos años. Fortuny se encontraba metido en un increíble negocio que le restaba mucha libertad creativa, ciñéndolo a un determinado tipo de pintura sin problemas y de éxito fácil. El artista deseaba salir de aquel círculo vicioso, pero el nivel de vida alcanzado le impedía romper con el estilo que tanta fama le aportaba. Fortuny deseaba abrir nuevos caminos con su pintura, pero los encargos que le hacían eran obras de casacón y él necesitaba dinero para vivir. En Granada, su lenguaje artístico, entonces ya consolidado y adscrito a la pintura de género, inició una vertiginosa transformación. Pese a todas las circunstancias, alejado de los núcleos artísticos de París y Roma, Fortuny acabó abandonando, aunque no definitivamente, la pintura preciosista que lo había hecho famoso internacionalmente. Ante las posibilidades del nuevo lenguaje pictórico que descubrió en Granada, desatendió las obligaciones que el éxito parecía haberle impuesto y se dejó llevar por las ansias de experimentación.

En otoño de 1871, meses después de ser nominado académico de mérito de la Academia de San Luca de Roma, Fortuny realizó un viaje a Tánger acompañado de sus amigos Josep Tapiro y Bernardo Ferrándiz. Esta estancia en tierras africanas fue más breve que las anteriores y se realizó en unas condiciones diferentes, ya que en esta ocasión era ya un pintor consagrado y no tenía el lastre del encargo de la Diputación de Barcelona. Se trataba de un viaje lúdico en el que tomó algunos apuntes y notas. Tánger en aquel momento se encontraba en los inicios de una profunda transformación que llegaría a convertirla a finales de siglo en una ciudad multicultural y cosmopolita.

El resultado del viaje fueron unas cuantas pinturas, como El afilador de sables, en las que una vez más se mostró como el mejor cultivador de la temática orientalista, plasmando como nadie los ambientes de aquel mundo situado más allá del estrecho de Gibraltar. La estancia de Fortuny en Granada resultó extraordinariamente fecunda, aunque dejó un considerable número de obras sin acabar. Eso explica que en la subasta de su taller, efectuada después de su muerte, figurasen bastantes obras del período granadino sin completar pero igualmente magníficas, como Patio de los Arrayanes y Patio de la Alhambra. Con todo, la obra que mejor resume el lenguaje adquirido por el pintor durante su estancia en Granada, y que profetiza el estilo de sus últimos días, es Comida en la Alhambra cuyo escenario es el jardín de la casa familiar en Realejo Bajo, convertida en vivienda y taller desde noviembre de 1871. Cuando acabó esta obra, en septiembre de 1872, la estancia en la ciudad andaluza estaba a punto de finalizar.

Efectivamente, el mes de octubre de aquel año la familia Fortuny dio por finalizada su estancia en Granada. Después de unas semanas pasadas en Madrid, donde Mariano exhibió algunas de sus pinturas a los amigos de su suegro y los suyos propios, el pintor, junto a su esposa e hijos, se instaló de nuevo en la Ciudad Eterna, en aquel momento ya capital de la Italia unificada. Allí Fortuny se encontró a disgusto, pues sentía nostalgia de la libertad perdida. Su intención era acabar las obras empezadas en Granada, venderlas y regresar a España, concretamente a Andalucía donde, según sus palabras, la vida era tan agradable. Por una serie de motivos, tanto personales como profesionales, pospuso esa vuelta a casa, que, finalmente, nunca llegó a realizarse.

En busca de la tranquilidad que necesitaba para trabajar y vivir, Mariano Fortuny dejó su residencia de la via Gregoriana, y en noviembre de 1873 se instaló en la espléndida Villa Martinori, lejos del ajetreo de la ciudad y contigua a su taller de trabajo, donde conservaba su importante colección de antigüedades. Pese a su lejanía, su estudio se convirtió en centro de reunión de artistas y admiradores que lo adulaban y deseaban aprender del maestro. De nuevo encerrado para finalizar los encargos que tenía pendientes, el pintor se vio obligado a cultivar otra vez un estilo pictórico que en Granada había dado por superado. Además, aún estaba vinculado al marchante Goupil, hecho que le hastiaba, ya que tenía diversos coleccionistas interesados en su obras a los que podría vender las pinturas directamente. Fortuny fue cayendo progresivamente en un abismo de tristeza del que sólo salía pintando. No estaba contento consigo mismo y en más de una ocasión, durante los últimos meses que le quedaban de vida, expresó su voluntad de realizar una pintura mucho más personal, libre de las imposiciones y los gustos del momento.

En los primeros días de mayo de 1874 Mariano y Cecilia partieron hacia París, en el que sería su último viaje a la capital francesa. El pintor llevaba consigo algunas pinturas que se había comprometido a entregar a dos de sus amigos y mejores coleccionistas, Stewart y Errazu. En aquel momento el mercado del arte en la ciudad del Sena estaba pasando momentos de crisis, pero ésta no afectó a la cotización de Fortuny, que continuaba siendo una de las más altas. Mariano vendió a Goupil su obra El jardín de los poetas por la cantidad de 75.000 francos; ésta fue la última obra de Fortuny que compró el marchante en vida del artista.

Después de unos cuantos días pasados en Londres en compañía del Barón Davillier, el matrimonio Fortuny volvió a Roma, donde sólo pasó dos semanas. A principios de julio partieron todos para Nápoles, instalándose en la localidad de Portici, a los pies del Vesubio, un lugar animado por su paisaje marino y la luz mediterránea. Allí alquilaron la Villa Arata, frente al mar, donde permanecieron hasta noviembre. Durante su estancia en Portici, Mariano ejercitó el género paisajístico y recibió la visita de amigos y admiradores, entre los que se encontraban diversos artistas napolitanos. Los trabajos elaborados en esos meses volvieron a llenarse de alegría, como había pasado en Granada, enlazando muy directamente con la manera de hacer impresionista. En noviembre la familia Fortuny regresó a Roma, donde el pintor, de nuevo, se sintió a disgusto. El día 14 de aquel mes, Mariano cayó enfermo; falleció una semana más tarde, víctima posiblemente de la malaria, complicada con una dolencia gástrica. Su entierro, una verdadera manifestación de dolor, se convirtió en uno de los acontecimientos más concurridos del año.

En el cortejo fúnebre pudo verse a una multitud de artistas y personalidades, como los directores de las Academias de Francia y Nápoles y el embajador de España. El cuerpo sin vida del pintor fue sepultado en el cementerio romano de San Lorenzo Extramuros, con su paleta, sus pinceles y su último dibujo. La prensa italiana, francesa y española le dedicó amplias necrológicas. A finales de abril de 1875 las pinturas, algunas inacabadas, junto a los tesoros que Fortuny había reunido con el tiempo, fueron expuestos y vendidos en pública subasta en el Hotel Drouot de París, alcanzando todos ellos precios muy elevados. Era el reconocimiento póstumo de un genio que, si no hubiera sido por su temprana muerte, podría haber revolucionado la pintura española y europea.

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