Expuesto en la Kunstschau de 1908, donde Klimt obtiene un doble reconocimiento público: el Retrato de Emilie Flögel fueadquirido por la ciudad de Viena y El beso, considerado como la mejor obra de la muestra, fue comprado por el Estado austriaco para la Galería de Arte Moderno.
El artista era así elogiado de nuevo, después de tantas polémicas. La obra no podía dejar de hallar favor entre los espectadores por la celebración apasionada, pero al mismo tiempo delicada, del tema amoroso y por el estilo florido, que ofrecía, según Hevesi, una imagen festiva del mundo.
La imagen era ya cara a Klimt, que la había utilizado dos veces en clave simbólica, en el final del Friso de Beethoven y en uno de los paneles para el Palacio Stoclet.
Esta vez, sin embargo, la representación no alude nada más que a sí misma y el artista exalta un momento de intimidad común a todos los seres humanos.
La pareja está situada en un espacio irreal, dispuesto para poner de manifiesto el momento de éxtasis.
Una franja de prado florido ofrece un agarre visual, mientras que el resto del fondo está realizado, en una técnica que Klimt usa también en el contemporáneo retrato de Adele Bloch-Bauer, como un cielo salpicado de lentejuelas doradas.
El oro es de nuevo el color dominante, elegido para la hiedra que cae sobre las pantorrillas de la mujer, para los trajes y para la campana protectora que envuelve a los amantes. Las dos figuras son diferenciadas mediante el colorido y la ornamentación; los rectángulos negros, blancos y plateados del traje del hombre son sustituidos por motivos ondulados, círculos y ramilletes de flores estilizados en las de su compañera.
Las manos asumen, como siempre, una evidencia especial y los gestos contribuyen a construir la atmósfera de dicha de la obra, despojada de connotaciones sensuales para insistir más bien en la felicidad y la ternura del beso.

Óleo sobre lienzo, 180 x 180 cm.
Viena, Österreichische Galerie Belvedere, Schloss Belvedere.
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