Las posibilidades decorativas de un grupo de árboles había atraído ya a artistas como Monet y Van Gogh, que representaron en diversas ocasiones chopos, olivos o cipreses. Klimt realizó al menos cuatro versiones de un bosque de hayas, relaborando con pocas variantes las mismas sugerencias.
Escoge el formato cuadrado característico de su pintura de paisaje y renuncia a evocar la presencia del hombre, como antes en la Factoría de los abedules, donde el edificio que da título al cuadro, visible en la lejanía, indicaba su existencia.
Ofrece a la mirada, por el contrario, un escenario puramente natural, que invita al silencio y a la contemplación.
Al mismo tiempo, sin embargo, la visión está esmeradamente construida.
El pintor basa la composición en el contraste entre las líneas verticales y horizontales: el impulso de los troncos es frenado por el horizonte, pero también por el margen superior del lienzo, que corta la parte superior de los árboles.
Ante nuestra vista se abre un bosque de troncos pelados, de los que se subraya la semejanza pero también la heterogeneidad. Cada uno es distinto de los demás por espesor, dirección y color. Los troncos parecen ondular ligeramente y Klimt crea un ritmo casi hipnótico.
En la parte de arriba la pincelada se quiebra y los árboles se adensan, convirtiéndose en pura decoración.
El encuadre fotográfico y el aire marcadamente ornamental del conjunto proceden sin duda de las estampas japonesas, que habían influido ya en los impresionistas y sus sucesores, empezando por Van Gogh, y despertado luego interés entre los mismos artistas de la Secesión.
Klimt y sus compañeros habían organizado en 1900 una muestra de arte de Extremo Oriente y los laboratorios de los Wiener Werkstätte habían aplicado con éxito la técnica japonesa de impresión, basada en efectos de positivo-negativo obtenidos mediante el uso de siluetas.

Óleo sobre lienzo, 100 x 100 cm.
Dresde, Gemäldegalerie Neue Meister.
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