Se trata, junto con El beso, del cuadro más célebre de la «época de oro», Klimt, que procedía metódicamente en la realización de sus retratos, ejecutando ante todo los estudios del natural, hizo unos 150 dibujos de la modelo, a la que luego inmortalizaría en dos cuadros.
Estilísticamente, la obra se sitúa en la estela de la representación de Emilie Flögel y Fritza Riedler, pero el artista da aquí un paso más hacia la completa fusión de pintura y decoración.
La composición es similar a la imagen de Riedler, pero sillón y traje tienden ahora a unificarse en una auténtica cascada ornamental.
Los objetos se hacen indiferenciables y no hay límites entre el mueble y la pared del fondo, confundidos en una hornacina preciosista que envuelve la figura.
Sólo siguen siendo tridimensionales y realistas el rostro, el escote y las manos, que asumen el carácter de una diáfana aparición dentro del furor de arabescos.
La claridad de la piel, la boca roja y entreabierta, los hombros desnudos y el entrelazamiento nervioso de las manos convierten a Bloch-Bauer en una mujer fatal.
El efecto es acentuado por la solución utilizada para la típica separación de cabeza y cuerpo: el rostro no es destacado por las aureolas decorativas incluidas en los retratos de Riedler y Wittgenstein, sino por un refinadísimo collar, como en Judit I, el prototipo de la destructora de hombres.
La proliferación de ornamentos -cuadrados de distintos colores y tamaños, líneas onduladas, medias lunas, ojos estilizados, triángulos, espirales- que rodean la figura se atenúa en el resto del fondo, una superficie bullente de resplandores dorados.
Un estrecho zócalo ajedrezado diferencia la pared del suelo, pero las dos superficies asumen en realidad un aspecto de continuum bidimensional y el cuadro tiende a perder el carácter de pintura para asumir el de una joya.

Óleo sobre lienzo,
138 x 138 cm.
Viena, Österreichische Galerie Belvedere, Schloss Belvedere.