Desde su primera estancia en Marruecos durante el año 1860 Fortuny se sintió entusiasmado por la temática oriental y especialmente por la potente iluminación del norte de África.
Este viaje provocó un profundo cambio en la pintura del maestro, trabajando en un luminismo que heredará más tarde Sorolla.
Esta pintura es, no obstante, una de las últimas manifestaciones de la temática orientalista en la trayectoria de Fortuny. En este lienzo compaginó las exigencias de su marchante con sus propios deseos, al presentar una figura bajo un potente foco de luz, creando un acentuado contraste de claroscuro, sin dejar de interesarse al mismo tiempo por la minuciosidad preciosista de todo tipo de detalles, como observamos en las armas o las telas.
De esta manera, se ensalza el perfecto dibujo que siempre manifestó el pintor catalán, alcanzando cotas elevadísimas. Así pues, puede verse una evolución desde su Odalisca, ejecutada dentro de los tópicos europeos, hasta este supuesto retrato, nada estereotipado.
Parece que hay una voluntad por parte del artista de otorgar al personaje una verosimilitud histórica absoluta, basada más en el rigor etnográfico que en la imagen creada por los viajeros europeos.
La estructura anatómica del caudillo árabe remite a los retratos del pintor barroco José de Ribera y enlaza con las obras de Fortuny protagonizadas por hombres viejos tomando el sol. La expresividad del rostro del personaje, flaco y castigado por el tiempo, supone otro centro de atención del lienzo, pues crea un acentuado estudio volumétrico al proyectar la figura hacia el espectador, configurando la perspectiva a pesar de los escasos elementos existentes. Esta obra se incluye en el contexto de la etapa granadina, marcada por un gran luminismo.
Fortuny admiró los vivos colores y prefirió pintar al aire libre, como si de un impresionista se tratara.

Óleo sobre lienzo, 122,9×79, cm.
Filadelfia, Museum of Art.
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