La llegada de Fortuny a Portici en 1874 supuso un cambio en su lenguaje artístico.
Lejos de su taller de Roma, donde trabajaba a conciencia para satisfacer a su marchante, en Portici el pintor entró en contacto directo y pleno con la naturaleza, especialmente con el mar que contemplaba desde la casa que alquiló.
Y es que esta localidad napolitana, por su ubicación geográfica, por su luz y por su clima era una mezcla de dos de los lugares preferidos de Fortuny: el norte de África y Andalucía.
Aunque en este paisaje no lucen con plenitud el estilo preciosista y el dibujo que dieron fama al artista, se aprecia por otro lado el pleno dominio de la acuarela, técnica que requiere mucha precisión.
Mediante esta pintura el autor mostró el estado anímico y profesional en el que se encontraba y del que trataba de huir. El protagonista esencial de toda la composición es un magnífico y poderoso cielo, bella metáfora de la libertad tan deseada por el artista.
De un azul intenso, en este cielo los matices pictóricos vienen dados por el grado de aguada utilizado. Es interesante además ver cómo el artista utilizó el color virgen del papel para elaborar la casa que se encuentra en la base de la composición, en medio de la línea del horizonte.
Como ya es habitual en Fortuny, el resto de la pintura está realizado a base de pequeñas manchas a través de las cuales, de manera impresionista, consigue evocar la realidad que está retratando más que mostrarla en toda su intensidad.

Acuarela, 46,5 x 32 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado.
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