En 1874, Fortuny, acompañado de su familia, pasó el verano en la localidad napolitana de Portici, a los pies del volcán Vesubio, durante un momento crucial de su trayectoria. El pintor quería dejar a su marchante para, como él mismo decía, pintar a su gusto y lo que le diera la gana.
Entre la abundante producción pictórica de Mariano Fortuny el género paisajístico ocupa un lugar bastante secundario. Fue especialmente durante el período de formación en su ciudad natal, Reus, y en Roma, cuando ejecutó los principales paisajes.
Una vez instalado en la Ciudad Eterna, lugar donde comenzó su trayectoria artística, Fortuny no cultivó dicho género excepto en bocetos preparatorios o como escenario de sus composiciones.
No obstante, a partir de su estancia en Granada, el pintor catalán mostró un interés cada vez mayor en representar escenas al aire libre; le interesaba especialmente plasmar en ellas los efectos lumínicos y los cielos. A pesar de todo, en estas pinturas acabó añadiendo alguna escena narrativa que finalmente adquirió más protagonismo que el fondo donde acontece.
En Portici, Fortuny elaboró algunas obras, como ésta que comentamos, en las que el paisaje es el máximo protagonista. El artista captó lo que veía ante sí, sin ningún tipo de deformación o modificación en busca de lugares bellos.
Fortuny no quiso recrear sino investigar; le interesaban el color, la luz, las atmósferas reales de cada sitio mucho más que la belleza plástica que pudiera evocar. En esta acuarela, el pintor utilizó una pincelada mucho más gruesa y pastosa que en otras obras con la misma técnica, consiguiendo transmitir la dureza y sequedad del paisaje que le rodeaba.

Óleo sobre lienzo, 30 x 50 cm.
Barcelona, Museu Nacional d’Art de Catalunya.
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