Eduard Manet, clasicista e impresionista

Relata también Antonin Proust que, todavía en el colegio, rebatiendo el sentido de un pasaje de Diderot, Manet había exclamado: "Lo importante es que uno sea de su época y haga lo que ve". Se ha querido dar a estas palabras el valor de una profesión de fe artística. En efecto, cuando se apartó de la realidad de lo que veía (él, que casi siempre trabajó "a lo vivo", directa y largamente ante los modelos), dejó de manifestarse en la amplitud de sus posibilidades y aparece entonces como un artista más bien frío, por ejemplo en el Cristo muerto lamentado por dos ángeles, de 1864 (Museo Metropolitano), o en el lienzo definitivo del Fusilamiento de Maximiliano, de 1867 (Museo de Mannheim).
Excepto en tales ocasiones, y en ciertas desviaciones que a comienzos de su carrera sufrió en pos del tipismo español, procedió siempre con una objetividad que no se propone reproducir (a la manera del Caravaggio) la "visión", sino sugerirla a través de sus efectos poéticos.
Esta forma de enfocar la creación pictórica presupone un cúmulo de experiencias, no sólo basadas en lo que uno es capaz de hacer por sí, sino en lo que antes realizaron los pintores que han despertado en el artista en ciernes más profundos reflejos admirativos. Por esto pronto se dedicó Manet a realizar copias en los museos, en una práctica muy generalizada durante el siglo XIX (y no sólo en Francia), y que también han conocido muchos ilustres maestros del siglo XX. Resulta evidente que en tal práctica buscó Manet elementos para forjar y enriquecer su propio estilo.
Mientras estuvo con Couture (hasta 1856) este ejercicio fue para Manet una válvula de escape. Así estudió en el Louvre a Chardin, Velázquez y Rembrandt, y copió a maestros venecianos, y al Correggio. Pero, además, realizó viajes, en los que amplió aquella experiencia. En 1853, al visitar Florencia con su hermano Eugenio, copió al óleo la Cabeza de hombre joven de Filippino Lippi (probable autorretrato), y la Venus de Urbino, del Tiziano. En 1858 (cuando ya se había desligado de la enseñanza de Couture) otro viaje, a Bélgica y Holanda, a Italia de nuevo, y a Munich y Viena, confirmó sobre todo su entusiasmo por Velázquez, gracias a los retratos que de él en Viena contempló. Esa predilección por la difícil facilidad del gran sevillano (su naivété du métier) sería, en Manet, no sólo constante, sino determinante.
A comienzos de su actividad estuvo instalado en la Calle de Douai, después (desde 1861 hasta 1867) ocuparía un estudio en la Calle Guyot, antes de trasladarse al sector de Batignolles, en la Calle de Saint-Petersbourg, cerca de donde vivía la pianista holandesa Suzanne Leenhoff. Cuando la conoció en 1852, esta joven profesora de piano era ya madre de un niño, León Koélla (quien sirvió después, frecuentemente, de modelo al pintor). Finalmente, en 1863, casaría Manet, en Holanda, con esta mujer callada y plácida, que le sobrevivió.
Manet destruyó, sin duda, muchas de sus producciones juveniles; sus primeros lienzos conocidos, pintados entre 1858 y 1861, son ya obras de notable madurez que recuerdan a Courbet, pero mostrando personal concisión. Tal ocurre en El bebedor de ajenjo (Gliptoteca Ny Carlsberg, Copenhague), de 1858, que reproduce la figura entre pintoresca y dramática de un pintor de la bohemia parisiense apellidado Collardet, envuelto en su capa y tocado con un enorme sombrero de copa. Esta pintura, a pesar del voto favorable de Delacroix, no fue aceptada en el Salón de 1859.
En la reseña de obras de aquel período, se consignan dos de ellas: Niño comiendo cerezas, también de 1858 (Fundación Gulbenkian, Lisboa), y El muchacho del perro, de 1860 (Colección parisiense Goldschmidt-Rothschild), que reproducen el mismo modelo, un mozalbete que aparece sonriente en ambos cuadros, pero que en un acceso de melancolía se ahorcó en el estudio de Manet (lo que dio lugar a que Baudelaire escribiera un emotivo relato). El muchacho del perro (que hurga en un viejo capazo mientras contempla la expectante y lanuda cabeza de un can) destaca sobre un claro fondo vaporoso, como el que realza (en un ambiente natural apenas sugerido) una gran composición apaisada que respira humanitarismo, pintada entre 1861 y 1862: El viejo músico (Galería Nacional, Washington). Aunque esta pintura evoca un mundo mísero, predomina en ella serenidad optimista, tal como ocurre, a veces, en las composiciones con saltimbanquis que pintó Picasso a comienzos del siglo XX. Aparecen en este cuadro una niña descalza llevando a un niñito en brazos, otros dos niños, ya crecidos, formando pareja; Collardet (el modelo del Bebedor de ajenjo), y un personaje representado a medias, quizás un moro; esa gente rodea a un anciano violinista callejero, barbudo y de ensortijados cabellos, sentado en el centro de la obra.

Muchacho con cerezas de Edouard Manet

Muchacho con cerezas de Edouard Manet (Museo Calouste Gulbenkian, Lisboa). La cotidianidad de la escena hace que el espectador se sienta atraído por la imagen sencilla y alegre del muchacho. Las cerezas que caen del muro donde está apoyado dan profundidad a la obra, acentuada por la mano infantil que intenta en vano asirlas.

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