Con el impresionismo se culmina finalmente un largo recorrido iniciado por la pintura en los albores del siglo XV: la captación de la realidad y, por otro lado, se abren las puertas del arte del siglo XX. Si se entiende así al impresionismo, es decir, como el punto de llegada de un modo de ver y representar lo natural, la vía del naturalismo, y sobre todo también como el momento de génesis del arte contemporáneo, es fácil comprender la importancia que en la aparición de su lenguaje tuvieron otras instancias de la historia de la pintura. Conceptos como los de luz y color, o el de grafismo pictórico, se encontraban ya en la pintura veneciana de mediados del siglo XVI, mediante la valoración de la luz natural con toques ligeros de color, efectos que también están presentes en la pintura holandesa del XVII (recuérdese a Frans Hals) y asimismo en las obras tanto de Velázquez como de Goya.
Pero ateniéndose a los antecedentes inmediatos a la aparición del impresionismo, es claro que éste tuvo en la pintura francesa de la primera mitad del siglo XIX sus orígenes más próximos. Como un buen descendiente de su época, el impresionismo hundió sus raíces más sólidas entre los lenguajes a él coetáneos.
Ciertos pasajes del Diario de Delacroix, antecedente indudable de los impresionistas, hablan de modo elocuente. ¿No fue este pintor romántico quien afirmó que en la Naturaleza todo era reflejo? Ciertamente, reflejo de la luz que llegaba a los ojos y les hacía reconocer el color, tal como mostraban los cuadros contemporáneos de Turner o de Constable. También Corot, artista tan sensible como los impresionistas a la realidad de la luz y a su actitud ante lo natural, recomendaba someterse a la primera impresión. El mismo Courbet instó constantemente a pintar lo que se veía, coincidiendo plenamente con las aspiraciones del grupo. Y nadie ignora la atracción que sintieron por los pintores paisajistas de Barbizon, de los que estuvieron más cerca, y quienes sin duda abrieron el camino en sus búsquedas luministas, sobre todo Rousseau y Daubigny, y también de ese magnífico captador de valores atmosféricos que fue Boudin.
X por último, no hay que olvidar esa corriente subterránea de clasicismo que aflora intermitentemente en el arte francés desde el siglo XVII hasta el presente y cuyos elementos estarán en la obra de Degas, admirador de Ingres y de lo italiano, y en la de Renoir, quien desde la década de 1880 reconstruirá la forma confirmando el dibujo y el modelado.
Sin embargo, si es cierto que todas las corrientes quedaron implícitas en el lenguaje impresionista, no lo es menos que éste se divorció en algún caso de ellas y en otros superó con creces sus consecuencias. Frente al realismo de Courbet, al que Manet fue adicto en sus primeros años, y que era la corriente dominante en el momento de la aparición del impresionismo, la postura de éste fue bastante compleja. En cierto sentido parece que intente continuarlo en su afán de captar la realidad de un modo inmediato y familiar, pero, en cambio, la actitud que los impresionistas adoptaron frente al tema fue distinta a la que tenía el pintor de Ornans.
Lo determinado del realismo, lo fragmentario de su lenguaje, fue contestado por lo continuo e indefinido, por la inestabilidad y el cambio perpetuo, incapaz de ofrecer una visión precisa de la realidad. De ahí las formas imprecisas, el toque distendido, la incertidumbre tonal.
Las diferencias con los paisajistas de Barbizon también tuvieron lugar. Cazador de lo fugitivo, el impresionismo rechazó la solidez de aquéllos, tan dados a los dramas de los elementos, y buscó en la naturaleza lo huidizo e inasible: el agua y el vapor en el que se convierte bajo los rayos de una luz implacable, las masas sólidas de la arquitectura corroídas por fuertes luminosidades, los humos de las locomotoras que impiden la solidez lineal de las estructuras de hierro en las estaciones y el campo abierto de atmósferas transparentes y claras luces. Y todo ello captado con un ojo sensible e inquisidor que penetró con certeza en la esencia de las cosas, sin más intermediario (¡fuera ideologías!) que su propia sensibilidad. Es verdad que el impresionismo no fue sólo un ojo, a pesar de lo que dijeran Ingres, Mallarmé o el propio Cézanne. Fue, sobre todo, observación, pero una observación emotiva de la naturaleza que transportaba al lienzo a través de formas, transmitidas por colores puros y una gama más sencilla y brillante que las que utilizaban románticos y realistas de cualquier especie. Les bastó con siete u ocho colores: verdes, azules, violetas, rojos, bermellones, anaranjados, amarillos, a los que añadieron lacas.

Bodegón con frutas de Edouard Manet

Bodegón con frutas de Edouard Manet (Musée d'Orsay, París). Esta tela, realizada en 1882, muestra cómo los impresionistas continúan tratando el tema del bodegón, de gran tradición en toda la historia del arte europeo. La perspectiva ligeramente picada sobre los objetos es uno de los recursos que distinguen a Manet y al resto de los impresionistas.

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