Vincent Van Gogh, la pintura bajo tensión

En 1886, sospechoso a los ojos de todos sus vecinos, que huían de su carácter huraño y taciturno, abandonado por todos, escribió a Théo una carta conmovedora: “Para todo el mundo soy una nulidad; me consideran un hombre excéntrico y desagradable y, sin embargo, hay en mí una especie de música serena y pura”. Théo le contestó invitándole a ir a París y a reunirse con él. Allí le presentó a los maestros del impresionismo: Monet, Renoir, Pissarro, Seurat, los autores de cuadros tan prodigiosamente coloreados como no se había visto nunca. Van Gogh aprendió de ellos el uso de las gamas claras y el arte de dividir los tonos. Muy pronto conoció a Toulouse-Lautrec, y en el verano de 1886 inició su amistad con Paul Gauguin.
Vincent quedó captado inmediatamente por la impresión de aplomo y seguridad que se desprendía de la poderosa personalidad de Gauguin, y, después de ver algunas de sus obras, le confesó su sincera admiración. Pero la existencia de Vincent en París era difícil y no podía soportar el remordimiento de vivir a expensas de su hermano.
Un día de diciembre de 1887, paseando por los silenciosos muelles de la isla de San Luis, en el centro de París, Toulouse-Lautrec le aconsejó ir a Pro-venza, la tierra del sol, porque había comprendido que el temperamento ardiente de Vincent requería los campos de trigo y las figuras enérgicas de los cipreses o las retorcidas de los olivos.
Por fin, en febrero de 1887 se instaló en Arles, y descubría el sol del Midi. Aquel año y el siguiente (hasta que su estado mental obligó a su reclusión) realizó un buen número de las que actualmente se consideran como sus obras maestras: autorretratos, paisajes, pinturas de flores (en especial sus famosos Girasoles), retratos de gentes sencillas, etc. En búsqueda incesante de la verdad, empezó a aparecer en él un gusto persistente por el detalle expresivo; es decir, por el expresionismo, estilo que se nutre no sólo de la apariencia de la realidad, sino de su expresión, de su contenido. Expresión de la realidad por el detalle visto agudamente, que al prevalecer sobre los otros detalles, que quedan como en segundo plano, provoca cierta deformación llena de sugestiones nuevas.
Respondiendo a una indicación de Van Gogh, el día 20 de octubre de 1888 Paul Gauguin llegaba a Arles para trabajar junto al pintor holandés.
Durante los primeros meses de convivencia, ambos pintores trabajaron con gran ahínco y en íntima colaboración, y Van Gogh fue esta vez quien, a base de apuntes o cuadros de Gauguin, se ejercitó en algunos casos en crear obras personales; pero bien pronto empezó a dar señales de perturbación. Se puso, por ejemplo, a derrochar el dinero que su hermano Théo le enviaba, desde París, a costa de grandes sacrificios, y Gauguin hubo de reconvenirle avec beaucoup de précautions, según él mismo cuenta en su escrito Diverses Choses, donde se narra la trágica crisis de esa convivencia.
De pronto, Van Gogh se volvió brusco y ruidoso, y Gauguin le sorprendió varias noches en el momento en que se acercaba a su cama; pero ante el asombro de su amigo, volvía a echarse en la suya, donde quedaba dormido profundamente. Una noche, en el café, estaba tomando una absenta cuando, de pronto, lanzó sobre Gauguin el vaso y su contenido. "Evité el golpe -dice Gauguin-, y cogiéndole por los hombros, salí con él del café... Unos minutos después, Vincent dormía en su cama... A la mañana siguiente, al despertarse, me dijo: "-Querido Gauguin, tengo un vago recuerdo de haberte ultrajado anoche. —No se hable más de ello -le repliqué—, pero la escena de ayer podría reproducirse, y si fuese golpeado, podría ocurrir que perdiese la cabeza... Permíteme que escriba a tu hermano para anunciarle mi regreso”

Dos aldeanitas de Vincent Van Gogh

Dos aldeanitas de Vincent Van Gogh (Musée d'Orsay, París). Van Gogh marcha a Arles en febrero de 1888 y el sol de Provenza, sus huertos floridos, sus hermosas mujeres, los zuavos de la guarnición, todo lo deslumbra. En la serenidad de su nuevo entusiasmo escribe: «Yo quisiera pintar hombres y mujeres con esa chispa de eternidad, que antes simbolizaba el nimbo, y que intentamos atrapar con la vibración del colorido, por su misma reverberación». En quince meses de esa época de luz sin sombra, crepitante y pura como un nimbo, Van Gogh pintó doscientos cuadros; éste se cuenta entre ellos.

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