De la cultura de los samuráis al Japón moderno

El período Kamakura (1185-1333) vivió la hegemonía de la nueva clase militar de los samurais. Fueron decididos protectores de la secta zen, una de las ramas del budismo, traída de China en 1191 por el monje Eisai; con el zen se infiltró la cultura china de los Song. Los samurais reconstruyeron los templos de Nara; Tódai-ji se reconstruyó en 1195 y Kofuka-jí en 1189. Si en un principio el zen fue adoptado sólo por los aristócratas, pronto llegó a todas las clases sociales, lo que supuso para el arte el renacimiento de formas de fácil comprensión, representado en los grandes maestros de la escultura Unkei y Kakei. Sus terroríficos guardianes, realizados hacia 1203 para el monasterio de Tódai-ji forman parte del sensacionalismo que acusa este arte. Los artistas, perdida la protección imperial de siglos anteriores, se agrupan en talleres para realizar una obra cuantitativamente importante, que pierde en contrapartida su calidad estética.
El período Muromachi (1337-1573) representa el esplendor de la cultura de los samurais que, debilitados militarmente por sus luchas intestinas y ávidos de refinamiento espiritual, volvieron los ojos a Kyoto. El clan reinante de los Ashikaga sigue imponiendo el zen que marcará el gusto de la época, sin duda una de las más interesantes. En arquitectura domina el orden estructural y la sencillez, con aparición de edificios modulados, la ostentación del material desnudo, el rechazo de adornos superfluos, características que tanto habían de impresionar a los arquitectos occidentales contemporáneos.
Recogen estas normas los templos, reconstruidos devotamente de generación en generación, de Dai-toku-ji (1334), Tenryu-ji (1340), Kinkaku-ji o Pabellón de Oro (1397), Ryoan-ji (1450), Ginkaku-ji o Pabellón de Plata (1490). En pintura el ideal nacional tiene como representante la figura del monje Sesshu, de la secta zen, creador del Sumi-e, pintura monocroma negra que los samurais Kano Masanobu y Kano Motonobu, padre e hijo, enriquecen aportando elementos no religiosos, dando lugar a la escuela de Kano. Si la escuela de Kano sigue inspirándose en el típico paisaje chino, otra, la de Tosa, centrará su atención en temas genuinos de la litera-
tura y la historia de Japón. Pero no sólo la pintura y la arquitectura contribuyen a la idea de un arte nacional, sino otras múltiples actividades: cerámica, ceremonia del té, jardines, poesía, música. Y también con el no (literalmente, habilidad o talento), teatro que evoca el mundo metafísico del zen con poderosos recursos dramáticos, entre ellos el empleo de máscaras que son verdaderas esculturas.
El período de Momoyama (1576-1615) podría resumirse en sus tremendos castillos como símbolo de poder y autoridad. El primer castillo fue el de Azuchi-jo (1576), en las inmediaciones de Kyoto, decorado por Kano Eitoku y erigido por orden del temible Oda Nobunaga que logró acabar con el poder militar de los monjes budistas y consumar el divorcio entre poder político y religioso.
Ninguno de los edificios religiosos de épocas anteriores podía competir, ni en escala ni en fastuosa decoración, con aquellos imponentes castillos de varios pisos.
Entre ellos destacan el de Nijo (1602) en Kyoto, única gran residencia samurai que subsiste en la actualidad, y el de Osaka (1583), construido por orden de Hideyoshi y descrito admirablemente por Gaspar Coelho que fue recibido en él.
En esta época llegan al Japón los primeros extranjeros europeos, españoles y portugueses, y el país se abre a nuevas ideas que se extienden de extremo a extremo descentralizándolo. Se dibuja una nueva estructura social en la que la burguesía comercial en ascenso se impone económicamente a los samurais. Los castillos pasan de ser una máquina de defensa a una máquina de propaganda; pero en resumen incómodos para la vida de gentes opulentas. Los artistas se encargan de convertirlos en suntuosas y refinadas viviendas, en particular los miembros de la escuela de Kano, descendientes de Kano Masanobu, que como se ha visto había trabajado para los Ashikaga y cuyo más ilustre representante es Kano Eitoku, el de los fondos dorados.
Es la época del objeto, del Maki-e (trabajo en laca), de la artesanía o mingei, del oro y la plata que brillan lascivamente por doquier. En contrapartida surge Sen-no-Rikyu (hacia 1520-1591), con una nueva ceremonia del té que rechaza los automáticos gestos rituales en favor de una "sencillez natural". Es el artífice de los nuevos utensilios para su celebración, cuya extraordinaria simplicidad, pureza de líneas y tosquedad, tanto habrán de influir en el moderno diseño industrial de Occidente. En arquitectura, frente a la recargada exuberancia de los castillos, la nueva tendencia impulsa la construcción de delicados palacios situados entre idílicos y estudiados paisajes, construcciones de estructura en extremo regular y sencilla. El máximo exponente es sin duda el palacio de Katsura, en las inmediaciones de Kyoto, tan admirado por los arquitectos del siglo XX.
Las características del período de Edo o Tokugawa (1615-1867) no se diferencian del anterior. Katsura, por ejemplo, obra de dos generaciones que denotan una increíble unidad estilística, no fue terminado hasta 1645. Prosigue especialmente el desarrollo del mingei, que incluye también la cerámica, una de las artes más cotizadas de Japón. El Japón de los Tokugawa se halla dividido en doscientos clanes, cada uno de ellos con un jefe y cada jefe con su castillo. La preponderancia cada vez mayor de los comerciantes e industriales exige empero una nueva clase de arte más a su alcance. Así surge en el siglo XVII, junto a las escuelas de Kano y Tosa, el Ukiyo-e o arte de la estampa, con la personalidad de Harunobu. Y también el kabuki, teatro más realista y divertido que el no, que habrá de convertirse con el tiempo en el teatro nacional japonés.
En el período Meiji (1868-1912) los contactos con Occidente marcan la evolución del arte japonés hacia el arte europeo. En 1884, Fenollosa y Okakura Kakuzo organizan la primera muestra de arte tradicional japonés; luego siguen las exposiciones internacionales: la de Chicago (1893), que tanta influencia habrá de tener en la obra de Frank Lloyd Wright, y la de París (1900), decisiva para la pintura postimpresionista.

Máscara para teatro no

Máscara para teatro no del período Muromachi. Máscara de formas suaves y delicado colorido, como corresponde a la enigmática belleza femenina evocada por los protagonistas del no, que son interpretados siempre, como es sabido, por hombres.