Cuando se ve el gran número de tendencias que surgieron del cubismo inicial o que se agregaron a él, no puede resultar extraño que después de la I Guerra Mundial se asistiera a un verdadero estallido del cubismo. La guerra significó, efectivamente, una suerte de cese en la vida artística. Braque, Léger, Metzinger, Gleizes, Villon y Lhote fueron movilizados, y La Fresnaye y Marcoussis se alistaron. Es verdad que algunos de ellos fueron luego desmovilizados y que volvieron a trabajar antes de finalizar el conflicto. Por otra parte, nuevos llegados, como Hayden, Valmier o Marie Blanchard, adoptaron más o menos completamente el lenguaje cubista.
Sin embargo, ya nada fue como antes. En cuatro años los hombres evolucionaron y, con ellos, el arte. Se constataba, de manera particular, una reacción figurativa. A partir de 1917, el mismo Picasso dio ejemplo de infidelidad al cubismo con el telón del escenario de Parade. Fue seguido algunos años más tarde por Metzinger, Herbin y La Fresnaye, que por su parte retornaron decididamente a las fórmulas figurativas. Otros, finalmente, se encaminaron en diferentes direcciones: Duchamp y Picabia evolucionaron hacia el dadaísmo, Mondrian hacia la abstracción total, y Léger, Marcoussis, Gleizes, Le Fauconnier y Villon hacia modos de expresión mucho más claramente personalizados.
También es cierto que esta voluntad de cambio y de independencia no significó que se asistiera a un brusco y definitivo abandono del cubismo por parte de sus propios creadores. Picasso y Braque produjeron aún durante algunos años obras de carácter netamente cubista, aunque su factura no fuera en absoluto la misma, y Léger no se alejó sino muy progresivamente de sus propósitos anteriores. Por último, Gris, por su parte, respetó hasta su muerte, en 1927, el lenguaje cubista más ortodoxo. Lo que sí resultó comprometido, en cambio, fue la posibilidad de elaborar un estilo común. Cada cual recobró, por así decirlo, su libertad y rehusó doblegarse ante una disciplina que podría a la larga mostrarse más o menos restrictiva.
Picasso, de nuevo, dio el ejemplo. Si bien realizó todavía algunas telas de un cubismo evolucionado, pero relativamente ortodoxo, como las dos versiones de los Tres músicos (1921, colección Grallatin, Philadelphia Museum of Art y Museum of Modern Art de Nueva York) o la gran naturaleza muerta Mandolina y guitarra (1924, Solomon R. Guggenhiem Museum), las alternó al principio con naturalezas muertas y retratos figurativos, y después, a partir de 1927, con obras de una rareza tal y de un carácter tan onírico (época Dinard) que se le emparentó por entonces con los surrealistas, los cuales se apresuraron a reivindicarlo como uno de los suyos.
Si bien su producción de la época comprendida entre las dos guerras mundiales le aproxima, efectivamente, tanto a los expresionistas como a los surrealistas aunque siempre con un carácter de perfecta independencia, no por ello deja de poderse descubrir en sus obras, la mayoría de las veces, sino el espíritu cubista inicial, por lo menos las huellas de una aportación cubista siempre viva. Por no tomar más que dos ejemplos, la célebre Guitarra de 1926 (colección del artista), realizada por medio de un rectángulo de tejido, de clavos y de un trozo de papel de periódico, y que figura en la mayoría de las antologías surrealistas, sigue siendo a fin de cuentas perfectamente fiel a los propósitos cubistas de los años 1913 y 1914.
De la misma manera, Guernica (1937, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia, Madrid), a despecho de su carácter violentamente expresionista, atestigua la búsqueda tenaz de un sistema de signos, plásticos capaz de expresar en una imagen única muchos aspectos de un mismo rostro o de un mismo objeto.
Draque, por su parte, produjo al final de la guerra y en el transcurso de los años veinte algunas de sus más hermosas obras cubistas, como la Música (19171918, Kunstmuseum, Basilea) y, sobre todo, magníficas naturalezas muertas, que resumen sus investigaciones precedentes en un espíritu de síntesis de gran rigor, pero también de una perfecta libertad de expresión. Si bien sus obras de los años treinta y cuarenta (sin hablar de las de sus últimos años) dan pruebas de cierto desvío con respecto a su producción precedente y denotan, de manera particular, una tendencia decorativa de un interés discutible, no es menos cierto que estuvo hasta el final marcado por su experiencia cubista, experiencia que siguió siendo visible siempre mutatis mutandis en la base de su inspiración.
Sin embargo, fue Juan Gris quien había de llevar al cubismo hasta su punto culminante y puede afirmarse sin exageración que las telas pintadas durante los dos últimos años de su vida constituyen en cierta manera la quintaesencia de este arte.
Rechazando todo elemento descriptivo, ya no intentaba representar más que lo que él denominaba «la idea primera de los objetos», haciéndola coincidir con las formas coloreadas creadas por su imaginación plástica. Estas obras representan finalmente la mejor «visualización» de lo que nos hemos permitido llamar cubismo «eidético» y que más frecuentemente recibe el nombre de cubismo sintético. A principios de los años veinte, un recién llegado, el escultor Henri Laurens, casi igualó, en verdad, la pureza y la calidad de Gris no sólo en sus esculturas, sino también en toda una serie de magníficos papiers collés, pero se orientó con bastante rapidez hacia un arte monumental de gran calidad, en definitiva muy diferente.
Si Delaunay, tras de un breve período de duda, abandonó, por lo que a él se refería, definitivamente la herencia cubista a cambio de un lenguaje puramente coloreado y esencialmente dinámico, Léger, por su parte, permaneció fiel a sus posiciones estéticas de la preguerra, desarrollándolas y adaptándolas a las exigencias nacidas de sus nuevas experiencias humanas. Se interesó cada vez más por el objeto (período de los objetos en el espacio) e incluso por el fragmento del objeto, profundizó, en efecto, constantemente su teoría del «contraste multiplicador » y llevó hasta sus últimas consecuencias el descubrimiento de la disociación de la línea y del color.
Sólo queda por añadir que, si bien se crearon aún obras cubistas después de la guerra, el cubismo podía ya considerarse acabado, aunque se le podía considerar como movimiento histórico.

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