Entre los belgas, Jean Delville y Emile Fabry forman parte del Salón de los Rosacruces, animado desde 1892 hasta 1897 por Joséphin Péladan, un diletante esteticista y místico a la vez. Como reacción a su época, a la que consideraba en plena decadencia, Péladan soñaba ya en 1888 -fecha de su regreso de Bayreuth, donde se enamoró locamente del wagnerianismo- en una especie de falansterio de artistas llamados a colaborar en lo que él llamaba (ya que se confesaba católico) «una tercera orden de intelectuales militantes y de agitadores estetas».
Péladan, el «Sâr», como le llamaban, se había encastillado en un extraño esoterismo enraizado en Leonardo de Vinci y opuesto al realismo de Gustave Courbet. «El Salón de los Rosacruces -escribía en Le Fígaro del 2 de septiembre de 1891- será un templo dedicado al Arte-Dios, con las obras maestras como dogma y los genios como santos». Y Péladan enumera a los que en su opinión son los grandes artistas del momento: Puvis de Chavannes, Odilon Redon, Louis Anquetin y el músico Eric Satie.
En estos salones participaban también el holandés Jan Toorop, con sus árboles antropomorfos, los franceses Osbert, Armand Point y Charles Filliger, que pintaba guaches con un estilo místico; los suizos Carlos Schwabe, minucioso dibujante de lirios y de Mélisandes, y Ferdinand Hodler, que expuso las Almas frustradas, pero que más tarde abandonó el simbolismo por el paralelismo. Entre los que expusieron con los Rosacruces figuraba asimismo el bernés Albert Trachsel, un arquitecto paradójico que se complacía en construir en sueños templos y palacios que diseñaba a modo de precursor de Freud. El álbum de sus láminas fue publicado en el Mercure de Trance, en 1897, con el título de Petes réelles.
También podemos considerar obras simbolistas El Grito (1883), la Danza de la vida y algunos grabados de Edvar Munch (Engelhaug, 1863-Ekely, 1944). El pintor noruego, que, en 1887, expuso en el Salón de los Independientes de París su Friso de la vida humana, una obra dominada por las representaciones del Amor y de la Muerte, se orientará inmediatamente hacia el expresionismo.
Acaso se puede ver también cierto simbolismo en el barroquismo a veces legendario de Adolphe Monticelli (Marsella, 1824-1886), con sus bruscos saltos de empaste a los azules de turmalina, que evocan, con disfraces de baile de máscaras, lecciones de amor en un parque y noches de Walpurgis provenzales.
Ya más tardíamente, puede decirse que el simbolismo se prolonga hasta el «modern style» francés y decoradores como el vidriero Gallé, el ebanista Majorelle y el arquitecto Guimard, autor de las entradas del metro parisiense. También lo encontramos en el Jugendstil alemán, que reveló al público europeo la obra de Gustav Klimt (1862-1918), con sus retratos de mujeres con túnicas sobre un fondo de mosaicos. En Inglaterra está Beardsley (1872-1898), ilustrador de la Salomé de Osear Wilde y autor de los grabados titulados Wagnesüas. En Estados Unidos no podemos ignorar a Whistler (1834-1903) cuyo simbolismo alcanza hasta a su propia firma, convertida en mariposa, ni a A. P. Ryder (1847-1917) y su Caballo y la muerte del Museo de Cleveland. Finalmente, Suecia tuvo a Ernst Josephson y Rusia a Mihail Vroubel.
En resumen, aparte de los creadores Gustave Moreau, Odilon Redon, Puvis de Chavannes, Boecklin y Rodin (Hans von Marees, Hodler y Munch sólo fueron simbolistas momentáneamente), el movimiento denominado “simbolismo” se compone de un determinado número de prosélitos que no llegaron a producir obras importantes. Todos ellos estaban influidos por los poetas y escritores contemporáneos: Verlaine, Huysmans, Mallarmé, Jules Laforgue, Maeterlinck. El hecho de depender de autores literarios les relegó a menudo al papel de simples vinetistas. En la prensa, el movimiento tuvo como principales defensores, junto con Huysmans, a Joséphin Péladan, Albert Aurier, Jules Destrée, André Mellerio, Jean Lorrain, Gustave Geffroy, Charles Morice y Claude Roger Marx.
Litografía de la serie dedicada a Edgar Allan Poe, de Odilon Redon (Biblioteca Nacional, París). Subtitulada El ojo como un globo extraño se dirige hacia el infinito, esta obra, junto con las otras seis que la acompañan, fue concebida en 1882 no como una ilustración de los textos del poeta estadounidense, sino más bien como un tributo a la pasión de éste por lo extraordinario y lo sobrenatural. El tema del ojo obsesionó a Redon y lo trató con diferentes matices, ya fuera como símbolo de conciencia universal, cuando lo representaba abierto, ya como símbolo de la vida interior y la soledad cuando lo pintaba cerrado.
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