Joan Miró

De Chirico, que, entre 1911 y 1917, fue el gran"meta-físico", Max Ernst y André Masson, que son los pintores-filósofos-poetas, poseen, con dos o tres más, las llaves del ámbito surrealista. Joan Miró, que en 1924 fue vecino de Masson en su estudio de la calle Blomet, y más tarde de Ernst, en la calle Tourlaque, durante 1927, llevaba consigo la frescura de un alba de Rimbaud.
Cuando se contemplan hoy los cuadros pintados por Miró en los años 1924-1930 es imposible sustraerse del magistral dominio del color que acreditaba el genial pintor. Ante sus obras, se siente el color como captado en su mismo nacimiento, un color a la vez amplio y ligero, donde se inscriben, decantados hasta la pureza primordial, los signos de una magia de encantamiento, acompañando y dando ritmo a la más inesperada de las fiestas espirituales. Joan Miró permite una nueva visión sobre las cosas, una mirada que se tuvo pero que se ha perdido por el camino. De este modo, Miró muestra las estrellas con la familiaridad de un niño que hace admirar sus canicas, estrellas danzarinas, díscolas, acariciadoras, que juegan en la límpida noche con los perros, los gatos, los saltamontes, los pájaros, las cabelleras de las mujeres y con delirantes fuegos fatuos. Un universo lúdico, el mirómundo, como se lo ha llamado en otro lugar, pues de sus obras es posible extraer una concepción muy personal de la vida. Este mirómundo se bosqueja en cada tela con su población de seres sensuales y tiernamente chuscos, cuyas formas recuerdan las de la ameba, de las holoturias, de los tubérculos y del castaño de Indias, seres que se prolongan en raicillas, en punteados, en nubes, que por todas partes surgen elementos palpantes y se desplazan con ayuda de la vibración de las pestañas. De esta forma, Miró invita a una coreografía en pleno cielo de tal naturaleza que, al contemplarla, hace inevitable que venga a la memoria este adagio:"a horizonte perdido, paraíso recobrado".