Una renovación más allá de la pintura

Sería imposible enumerar a todos los artistas que, durante la primera mitad del siglo XX, desempeñaron un papel activo y eficaz dentro de esta colectividad que fue la Escuela de París, de igual modo que no se podrían enumerar todas las teorías que en su seno se elaboraron, todas las fórmulas de arte que en ella se experimentaron. Todo era tentador para esta multitud en fermentación, y el deseo de cambio, de superación, de redescubrimiento, tenía que incitar a los artistas a ir más allá de la pintura de caballete y orientar sus búsquedas hacia otros oficios, otros temas. Muchos de estos pintores se hicieron grabadores, ilustradores de libros, decoradores de teatro, diseñadores de tapices y vidrieras, ceramistas, dibujantes de tejidos de moda o diseñadores de muebles e incluso escultores.
En consecuencia, este gran movimiento de renovación ha dado un empuje excepcional a todas las disciplinas. Más que los artesanos, a menudo han sido los pintores -a veces de acuerdo con los coleccionistas- quienes han renovado profundamente los aspectos y las técnicas.
Así, después que los grabados en madera de Gau-guin transmitieran una visión más primitiva, Derain y Raoul Dufy aportaron a esta disciplina un acento y unos medios totalmente imprevisibles. Louis Jou fue el iniciador de esta técnica para muchos pintores que, tras la guerra de 1914, darían un impulso inesperado al libro de lujo y a su ilustración. La renovación del grabado sobre cobre debe mucho a J. E. Laboureur y a Dunoyer de Segonzac; la litografía, a Luc-Albert Moreau. Manteniendo el respeto por las tradiciones, consiguieron introducir numerosas ideas y fórmulas nuevas.
Daragnés, pintor y grabador, tan hábil artesano como artista refinado, ha desempeñado un papel de primerísimo orden en la creación del estilo del libro moderno. Antes de la guerra, el pintor Paul Deltom-be había pensado rejuvenecer los medios y los temas del tapiz. Más tarde, Paul Vera propone composiciones más originales, luego llega Jean Lurgat y a una gran amante del arte, Madame Cuttoli, corresponde el mérito de haber empezado a renovar profundamente el repertorio estético en este campo, mientras que Jean Lurgat ha vuelto a encontrar y ha interpretado en forma moderna las más sanas tradiciones técnicas. Su actuación ha sido considerable, no sólo por la calidad de sus obras, con las simplificaciones que representan, sino también por el ejemplo dado con la irradiación de este dinamismo que ha arrastrado a artistas, artesanos, industriales y al público, a un auténtico renacimiento, con todo lo que esto implica simultáneamente de riquezas en el descubrimiento y de mediocridad en la imitación torpe.
En los orígenes de la renovación de la vidriera encontramos, entre otros, al pintor Jacques le Che-vallier, asociado a Louis Barillet. Con sus vidrieras blancas, presentan las primeras cristaleras adaptadas a la arquitectura geométrica de Mallet'Stevens. En cuanto a la cerámica, André Metthey fue quien solicitó a Matisse, Bonnard, Van Dongen, Rouault, Vlaminck, Derain y a algunos otros la decoración de platos y vasijas.
El arte del cartel tuvo también una gran expansión, y no sólo por las aportaciones de los pintores. Aunque a finales del siglo XIX la contribución de éstos fue considerable, en especial por parte de Tou-louse-Lautrec, Bonnard y Steinlen, tampoco se puede subestimar el papel de especialistas tales como Chéret y, en los inicios del siglo XX, de Cappiello. Después de la guerra, surge un nuevo equipo que, dando muestras de cualidades excepcionales, adapta los últimos hallazgos de la pintura. Paul Colin, Cassandre, Jean Carlu y Loupot, se revelan como creadores llenos de imaginación y talento.
Tal vez en la decoración teatral fuera donde la aportación de los pintores resultase más espectacular y más directamente activa. Con los Ballets Rusos y el efecto deslumbrador que causaron en 1909, Ser-gej Djagilev demuestra hasta qué punto la contribución del pintor, estrechamente asociada a la elaboración de un espectáculo, puede producir resultados originales y superar la función accesoria hasta entonces otorgada a trajes y decorados. Después de haber comenzado con la revelación de pintores rusos -Bakst, Alexandre Benois, Golovin, Ko-rivin, Bilibin y luego Gontcharova y Larionov (estos dos últimos habían llegado a París después de haber creado el rayonismo en Rusia)-, Djagilev se dirige sin tardanza a los pintores ya conocidos en la sociedad parisiense: Picasso, Braque, Derain, Matisse. Paralelamente, Jacques Rouché, director del Théátre des Arts, y luego de la Opera, revelaba los pintores Máxime Dethomas, Rene Piot, Drésa y, más tarde, Cas-sandre. Los Ballets Suecos contribuyen a esta búsqueda, con Bonnard, Léger, Rouault, Chirico. Los teatros de vanguardia (Copeau, Baty, Dullin, Jouvet) formarán nuevos equipos con pintores que muy pronto serán ya auténticos especialistas: Barsacq, Touchagues, Jean Hugo, Vakalo, Christian Bérard, Yves Alix y Paul Colin. En este campo, se ha conseguido un brillante palmares, ya que ha sido posible asistir a una eclosión comparable a la de la pintura, pero manteniendo cierta autonomía respecto a ésta. No hay que subestimar el papel desempeñado por el snobismo en esta eclosión general. La clase social, responsable de la orientación de la moda y de la dirección del gusto en general, después de haberse visto atraída por las tranquilizadoras convenciones acádémicas, descubre a principios de siglo el placer de lo imprevisto, incluso la alegre excitación del escándalo. Un joven poeta, Jean Cocteau, se convierte muy pronto en consejero con amplio auditorio, y sus entusiasmos proporcionan mayor resonancia a unas experiencias que, sin su apoyo, habrían sido efímeras. De este modo, la suntuosidad de los Ballets Rusos se ve prolongada en los espectáculos de los Soirées de París, montados por el conde Etienne de Beaumont; la moda encuentra su lugar dentro de un arte joven gracias a las fantasías de un Paul Poiret que, en este campo de la elegancia ampulosa, había sido precedido por el equipo de diseñadores reunido hacia 1912 en torno a La Gazette du Bon Ton: Brissaud, Lepape, Martin, Marty, Brunelleschi, Benito y algunos otros incorporaron las modernas audacias con un refinamiento que a menudo alcanza los niveles del preciosismo.
En resumen, todos los artistas importantes de esta época han participado en esta expansión multiforme y han cooperado a despertar las técnicas enraizadas en las rutinas heredadas del pasado, sometidas a la monotonía. Han introducido en ellas una savia estimulante, cuyas posibilidades no tardarán en ser comprendidas por los técnicos. Picasso, Chagall, Dufy y Léger, entre otros, figuran entre los más prolijos, los más curiosos en experimentar todas las disciplinas.
Con este papel de entrometidos, aportaron tantos descubrimientos -incluso puede decirse tanto talento- que parecen haber hallado de nuevo las formas más vivas de la creación artística, aquellas que ilustraron Holbein, Le Brun, Rubens y da Vinci, sin dejarse limitar por ellas, y encontrando, por el contrario, en cada técnica, nuevos pretextos y estímulos.