La escultura

La escultura modernista estuvo dominada por la personalidad excepcional del francés Auguste Ro din. Su punto de partida venía dado por la supre­sión anecdotista del clasicismo académico. Sobre esta base confluyó el impresionismo que pertenecía al repertorio cultural positivista, en su pretensión de dar como realidad la impresión sensorial, no con­ceptual, de los objetos.
El tratamiento nervioso de las superficies, su vi­bración encaminada a la proliferación de manchas de luz y de sombra, cuando modelaba el barro, era una investigación dominada por lo visual, lo mismo que su otra faceta, la de los mármoles, en la que tra­taba de difuminar los volúmenes para crear la sen­sación de volumen sólo a través de las turgencias de unos puntos salientes y luminosos. Hasta aquí, Ro-din habría podido ser clasificado únicamente como un escultor impresionista a no ser por la intención simbolista y los arabescos curvilineares dominantes.
La pieza fundamental de este estilo es el gran conjunto de la Puerta del Infierno, de 1886, inspirada en la Divina Comedia, pero teñida de un primitivis­mo rudo y fuerte, de un sentimentalismo y una car­ga erótica muy propios de su tiempo.
El belga Constantin Meunier trabajó dentro de la órbita de Rodin, pero se especializó en la temática obrera, con imágenes de mineros, de trabajadores portuarios, metalúrgicos, etc.
En otro núcleo modernista, el del Piamonte, Me­dardo Rosso trabajó en formas que parecen ser aglomeraciones de barro o morfologías corroídas por un ácido. Posiblemente, un personaje de su Conver­sación en el jardín, de 1893, inspiró a Rodin para su Balzac. Rosso alternó los temas simbolistas con una proyección hacia la temática social.
En el mundo nórdico se manifestó la gran perso­nalidad de Gustav Vigeland que, entre 1897 y 1906, creó el conjunto del parque de Oslo que lleva su nombre, con sus grupos de personajes asociados a plantas enérgicamente ascendentes.