René Magritte

La llave del campo (1933)

René Magritte

n. 1898 en Lessines (Bélgica), f. 1967 en Bruselas

Óleo sobre lienzo, 80 x 60 cm.
Madrid., Museo Thyssen-Bornemisza
En 1925, Rene Magritte, que tras haberse formado en la Academia de las Artes de Bruselas venía trabajando como cartelista y publicitario, pintó sus primeros cuadros surrealistas bajo la impresión que le produjo la obra de Giorgio de Chirico. En París se integró en el grupo surrealista presidido por André Bretón y de 1927 a 1930 vivió en Perreux-sur-Marne, cerca de la capital francesa. Tras ese corto lapso de tiempo volvió a Bruselas, donde permaneció hasta su muerte llevando una vida retirada y nada espectacular, manteniendo hacia fuera un aspecto de normalidad y cierto aburguesamiento.
La vida del pintor, cuyas apariciones en público desviaban de forma consciente la mirada hacia su auténtica existencia, dedicada exclusivamente al arte, se percibe como un reflejo de su obra, como un espejo de sus cuadros, cuyo verdadero objetivo, a pesar de todas las apariencias de banalidad, es la referencia a algo oculto, la inseguridad frente a lo secreto, la evocación de lo misterioso. Los paisajes de Magritte que constituyen buena parte de su obra, se centran justo en esta cuestión y en un primer momento dan la impresión de ser más fácilmente comprensibles que los tradicionales. El mismo modo de pintar de Magritte, «realista» y propio de la pintura de carteles, su manera de componer, clara y sencilla, y su concentración en lo esencial actúan como un lenguaje obvio y sin sentido oculto. Ahora bien, un análisis más detenido revela la ambigüedad de sus hallazgos pictóricos.
La llave del campo (La clef des champs) es un ejemplo singularmente notable de esta presencia oculta de lo misterioso. A través de una ventana se divisa un paisaje ondulado y suave. Al final de un prado amplio y levemente ascendente hay unos árboles frondosos; sobre ellos, la bóveda de un cielo débilmente azul. Nada turbaría la serenidad de este cuadro si no diese la impresión de quebrarse ante nuestros ojos: el cristal de la ventana por la que miramos salta en mil pedazos en el momento mismo de nuestra contemplación. Se deshace en minúsculos trozos que misteriosamente permanecen fieles al cuadro delante del cual se encontraban en forma de lámina transparente. Los fragmentos caídos al suelo no son transparentes; actúan como elementos de un rompecabezas que reproduce el paisaje visto a través de la ventana.
¿Estaba por tanto la perspectiva paisajística pintada sólo en el cristal de la ventana? ¿O no se trataba de un vidrio transparente, sino de un cuadro? Comprobamos que no existe una explicación unívoca, pues los trozos de cristal son contradictorios; el paisaje continúa intacto y es perfectamente visible tras el cristal roto. Al mismo tiempo, los trozos caídos al suelo se vuelven opacos y reflejan partes del paisaje, en tanto que los pedazos del cristal roto que continúan en el marco de la ventana siguen siendo transparentes. El espectador se ve obligado a realizar una labor de reconstrucción óptica que, a pesar de todos los esfuerzos, no transmite una seguridad ajena a cualquier duda.
La relación entre la realidad y la pintura se ha alterado rotundamente; aunque pintada al modo ilusionista, la obra de Magritte no transmite una fe segura en la identidad del cuadro y de la copia. Esta seguridad, garantizada en la pintura antigua a través de los siglos y evocada como trompe-l'oeil por las cortinas desplazadas lateralmente delante de la ventana, ya no existe.


«Mí pintura consiste en imágenes visibles que no ocultan nada; evocan el misterio ... El misterio tampoco quiere decir nada, es incognoscible.»
Rene Magritte

La llave del campo  

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