Misterioso, enigmático, insondable, El caballero de la mano en el pecho retratado por El Greco parece preservarse de toda pregunta que intente desvelar su identidad. Más allá de todas las investigaciones realizadas, se mantiene a lo la rgo del tiempo como el prototipo del caballero del Siglo de Oro español. Algunos creyeron ver en él a nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de El Quijote.
La Generación de 1898 vio en el personaje creado por El Greco al símbolo del casticismo, al cual, como representante de una nobleza parasitaria, inculparon de todas las calamidades sociales, económicas y culturales de España. Manuel Machado, el hermano del autor de Soledades, hasta le dedicó un soneto, que precisamente se titula El caballero de la mano en el pecho:
Este desconocido es un cristiano de serio porte y negra vestidura, donde brilla no más la empuñadura, de su admirable estoque toledano. Severa faz de palidez de lirio surge de la golilla escarolada, por la luz interior, ilumina da. de un macilento y religioso cirio. Aunque sólo de Dios temores sabe, porque el vital hervor no le apasione del mundano placer perecedero, en un gesto piadoso, y noble, y grave, la mano abierta sobre el pecho pone, como una disciplina, el caballero.
Sin embargo, acaso en respuesta a su fija mirada, los espectadores de todas las generaciones siguen viendo en este cuadro un enigma muy particular. La reparación a que el cuadro fue sometido en 1998 suscitó polémicas que no hicieron más que acrecentar la aureola de misterio que rodea a esta obra de El Greco, una de sus más famosas creaciones.
De negro riguroso, proverbial color de los paños españoles tan admirados en todo el mundo durante el siglo XVI, la mirada del caballero apunta fijamente al espectador. Sin embargo, una ligerísima caída del párpado en su ojo izquierdo le confiere a la mirada un significado especial, que la vuelve aun más indescifrable. Ambas cejas arqueadas, pero también con algún grado de diferencia, refuerza este efecto.
La mano sobre el pecho, gesto característico de quienes toman u ofrecen testimonio bajo juramento, fue tomada como un dato para desvelar la identidad. Muchos vieron en el caballero a Juan de Silva marqués de Montemayor y notario mayor de Toledo, con quien El Greco mantuvo relaciones con motivo de las negociaciones que siempre implicaban el cobro de sus cuadros. Tras la restauración del lienzo, se reparó en la deformidad que exhibe en su hombro izquierdo, lo que corrobora esta suposición, pues se sabe que Juan de Silva fue herido de un disparo de arcabuz en la batalla de Alcazarquivir.
Sin embargo, en el lenguaje gestual de aquella época, la mano en el pecho era también interpretada como un signo de piedad religiosa y refinamiento cortesano, lo que coincide con la sobriedad espiritual que irradia el retrato.
Al logro de este efecto de austeridad vital coadyuva la gama casi monocroma de paleta oscura empleada por El Greco. Esta tonalidad predominante contrasta fuertemente con los puntos de luz de la golilla del cuello y las bocamangas de la mano. El marcado contraste entre el negro y el blanco alude a una amplio espectro de elementos contradictorios, pero que, en última instancia, confieren al personaje un indiscutible aire aristocrático. Si bien la empuñadura de la espada y el colgante que se asoma de entre las ropas hablan de una situación social afortunada, el carácter aristocrático del caballero también se nutre del mensaje espiritual que transmite su retrato.
Con el El caballero de la mano en el pecho, El Greco inició una serie de retratos de personajes afines, en su mayoría también desconocidos, lo que lleva a pensar en un destino familiar y no público, aunque todos con una alta dosis de misterio, tanto por ignorar su identidad como por el aire que los envuelve.
La proliferación del género del retrato habla de un momento especial en la evolución de la plástica española, en la cual El Greco constituye un momento de inflexión. A mediados del siglo XVI, el arte de los grandes genios del Renacimiento italiano terminó por difundirse entre los artistas de España. Sin embargo, los ava-tares de la Corona española y su abroquelamiento político en función de un catolicismo ultramontano marcaron las distancias estilísticas que se advierten en el desarrollo del arte pictórico hispano del Renacimiento.
En España, más que la reproducción realista del individuo retratado, tal como se dio en los Países Bajos, el género del retrato implicó un mensaje moralizante o, al menos, la evocación de cierto eco espiritual. Al igual que en el resto del escenario renacentista europeo, también en el arte español de fines del siglo XVI cobró relevancia el papel del monarca, que dio lugar a un arte cortesano. Su figura y el resto de su familia se convirtieron en un modelo de carácter ético y religioso, que se extendió en la obra de todos los retratistas.
En los artistas de especial sensibilidad, como es el caso de El Greco, la contradicción entre el deber ser del modelo y la realidad que afrontaba se tradujo en un desgarro que estimuló su manierismo. Sus retratos suelen ser de busto o de medio cuerpo, de personajes enlutados, con un cromatismo sobrio, si se quiere dramático, en contraposción al colorido tan rico de sus obras devocionales. Curiosamente, mientras los mitos religiosos, sin más asidero que la imaginación y la fe, estimulaban el cromatismo de su paleta, la realidad inmediata generaba una plástica polarizada entre el blanco y el negro.
Si se observa, la pose frontal de El caballero de la mano en el pecho y la rigidez de su postura confieren al retrato un carácter hierático, como si, pese a tratarse de un individuo concreto, lo suyo fuese la eternidad. El efecto dramático es inevitable y, plásticamente, está asegurado por lo dos puntos de luz que irrumpen en medio de la oscuridad predominante: la cara y la mano del caballero. El Greco extremó de este modo los recursos contrastantes que tomó de la técnica de Tintoretto y Tiziano, a quien sin duda consideraba sus maestros.
Por esta vía, El Greco evolucionó hacia un manierismo desmaterializador. Sus pinceladas adquirieron mayor fluidez y un hálito sobrenatural. Se extremaron aún más las figuras alargadas, que adquirieron relieve entre contrastes de colores de gama fría.
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