En 1913, De Chirico pinta «La melancolía de una bella jornada».
Entre torres cuadradas y columnas macizas, el espacio urbano se abandona en una dimensión situada más allá de la «crónica», marcada por corpulentas divinidades tendidas, por bustos sin cabeza, por miembros arrancados de maniquíes.
Es el inicio de un recorrido. La polis se convierte en un motivo recurrente en la obra del padre de la Pintura Metafísica, desde sus años juveniles hasta su vejez.
Se trata de ciudades intemporales que son casi contraposición de los entusiasmos vanguardistas.
Lejos de las metrópolis rumorosas que representan los futuristas: impetuosas, desordenadas, violentas en sus contrastes, palpitantes de gente y de tráfico, avivadas por sonidos y voces, obstruidas por rascacielos y medios de transporte.
No nos hallamos en un torbellino enloquecido en el que hombres y cosas se interpenetran. Las ciudades chiriquianas, caracterizadas por las reminiscencias de motivos renacentistas, se sustraen a la historia. Sosegadas y estables, aluden a una permanencia. Son casi silenciosas.
Las arquitecturas, monumentales, inmersas en la luz de la irrealidad, poseen una notable consistencia. Edificios de forma rectangular, fugas de arcos y de ventanas.
En ocasiones, aparecen solitarias torres que acentúan el desarrollo alargado de las escenas, reforzando la sensación de perspectivas rápidas.
Al fondo, donde empieza el campo, delante de unos cielos opresivos y de unos mares oscuros, se hallan barreras. Plazas accesibles, llanas, despejadas.
Espacios absortos, en cuyo interior la dimensión de la horizontalidad se encuentra con la de la verticalidad: planos continuos salpicados de presencias aisladas, dislocadas con discreción.
En un entorno atónito, la ciudad se traslada a los territorios de un imaginario ácido y áspero. Como escenorafías hechas sólo de monumentos, pues los habitantes se han marchado en una especie de the day after. Ahoa solamente pueden acceder al proscenio a través de utensilios, simulacros, copias.
Las plazas de Italia, rodeadas de estrambóticos objetos domésticos, vertiginosos souvenirs citando un verso de una poesía de Enzensberger, están colocadas en una región intermedia entre la luz y la oscuridad, viven entre la profundidad del cielo y la superficie de la tierra.
Se muestran como atlantes que podríamos describir con las palabras de Thomas S. Eliot, que en La tierra desolada hablaba de una «ciudad irreal bajo la niebla oscura de un amanecer de invierno».
Detrás de De Chirico está siempre el enfrentamiento con la realidad. Las primeras seducciones nacen siempre del diálogo con las ciudades: Munich, Roma, Florencia, Turín, París, Ferrara.
El Pictor Optimus, sin embargo, no se propone mostrar fielmente la «verdad» en sus obras. Concibe los lugares como personajes de sus escrituras pictóricas que hay que trasladar sin cautela.
Un pretexto visual hacia el que no mantiene una actitud de abstracta fidelidad, sino que propone apropiaciones indebidas con artificios alienantes y se detiene especialmente en trozos de cotidianidad, en secciones urbanas.
De este modo, organiza una «ciudad análoga», basada en la yuxtaposición de entornos alejados. De Chirico instala una patria fantástica sobre los fundamentos de la verdadera, abandonando todo discurso explícito.
Somete a sus materiales a unas parodias que fragmentan y distorsionan. Recurre a profanaciones, encaminadas a desencantar y restituir a un uso distinto aquello que lo sagrado había separado y petrificado.
Trata las arquitecturas como retazos que hay que utilizar a capricho, despojándolas del aura propia de la época en la que fueron edificadas. En sus assemblages, Munich, Florencia, Turín, París y Ferrara se reconocen sólo gracias a débiles ecos.
Destacan vistas urbanas inéditas, auténticos «retratos de ciudades», en las que convergen excéntricas documentaciones de situaciones reales en el signo de una inspirada teatralización del paisaje, capaz de alimentar un marcado clima de espera.
Aparentemente nada se mueve en este escenario teatral: el movimiento está congelado pero en realidad, De Chirico rechaza toda inmovilidad.
Eterna transformación
El artista concibe el espacio como un proceso en eterna transformación, subdividido por proporciones fragmentadas y por desviaciones de perfiles.
Superpone varios episodios, con arreglo a un montaje roto. Aventurándose más allá de toda fascinación literaria o filosófica, hace resbalar los diversos planos de lectura, entre deslizamientos y confluencias. Todas las sugestiones «concretas» se trastocan.
En los confines de lo ya conocido, se abren regiones inéditas. Lo familiar se revela perturbador.
Estamos en un video clip del alma, en el que cada instante se fija en una inmovilidad precaria, en una detención momentánea, en un delirio sin fin.
¿Dónde nos encontramos? ¿Estamos en unas plazas abiertas, «registradas» del natural, circundadas de edificios que ocultan todo contexto exterior, negando presencias y atmósferas o en cajas sin sonidos, cerradas por bambalinas de edificios, reconstruidas de manera artificial, con un sistema de ejes inclinados hacia el espectador?
De Chirico mezcla el presente con el recuerdo en una trastornadora sincronicidad; descompone la visión en cataratas de impresiones.
Descompone unas convergencias entre épocas lejanas en osadas secuencias.
Concilia la sabiduría técnica con la disonancia de la construcción para concluir, a la manera de Nietzsche, que la necesidad es el juego de la casualidad, la tensión de los opuestos y la armonía. Pinta hiperciudades, que albergan tensiones y superposiciones.
Singular cruce de arcaísmo y modernidad, las plazas de Italia dibujan un museo silencioso, sepultado bajo melancolías y anhelos.
Al mismo tiempo indican una profecía que habla del destino de la metrópolis contemporánea, siempre más allá de las tentativas de imponerle orden y simetría. Toda organización pensada por el urbanista se transgrede.
Los principios de la planificación se traicionan. La belleza de la megalópolis de nuestro tiempo -la omniápolis de la que habló Paul Virilio- no es el resultado de un programa.
Tiene algo de espontáneo, no hay en ella un cálculo preciso. Se presenta como una extensión rodeada de pequeños sobresaltos constructivos, a menudo carentes de lógica. Una irradiación a la que constantemente contradice la gravedad de los cuerpos edificados.
Como preludio a estos escenarios, De Chirico compone un campo de fuerzas, un sistema de discretos bloques autónomos, que se aproximan y se yuxtaponen para componer una partitura disonante sobre la que se cruzan estratos.
Un rompecabezas incompleto que deja ver analogías con el skyline de Nueva York, megalópolis profundamente amada por De Chirico.
En un mundo al revés trastornado por las sorpresas, el espectador se comporta como un transeúnte que se siente desorientado ante un catálogo de seres esquizofrénicos.
Se extravía en unas ciudades similares a mesas sin levantar después de comer, casi una previsión de los paisajes de ciencia ficción que describe Philip K. Dick en sus novelas.
En la superficie se depositan detritos desprendidos de la totalidad, de todos los contextos históricos y culturales, que atestiguan el fin de un mundo al tiempo que dejan que se perciban huellas de ese mismo mundo.
Exhiben una grandeza mutilada, en un entretejimiento entre muerte y renacimiento. Reliquias que convergen y que Ernst Jünger podría definir como «tierras vencidas».