Tiziano: Un nuevo ímpetu creador

Acaso estas dos obras, Diana y Acteón y Diana y Cafeto, actualmente en la National Gallery of Scotland de Edimburgo, cierran ese mágico período de los años cincuenta, en los que su lenguaje está compuesto sobre todo de luz y de color, y que está espléndidamente representado por la Crucifixión de San Domenico de Ancona, iniciada en 1558, y por la Anunciación de San Domenico Maggiore de Nápoles, que se puede fechar hacia últimos del decenio. Las imágenes dolientes del Gólgota y los protagonistas de la Anunciación a María son casi apariciones irreales, hechas de luz y de colores que afloran de cielos tempestuosos, en una atmósfera lunar, siguiendo una dinámica plena de efectos de claroscuro que los transmuta, entre resplandores flameantes, en evanescentes fantasmas.
El San Jerónimo de El Escorial y el Descendimiento del Prado, también realizados en esos años para Felipe II, participan de este mismo espíritu. La pincelada traza veloz las figuras de los personajes, casi con exasperación, y las ambienta en amplios paisajes profundos, de sombras a veces desgarradas por luces fulgurantes que parecen dar vida a la naturaleza y a los colores. Y la naturaleza, entre estos resplandores incandescentes, se vuelve cósmica, inmensa, partícipe y protagonista al mismo tiempo, como en la espléndida Oración en el Huerto en las dos versiones, una en El Escorial y otra en el Prado, realizadas para el Emperador. Los colores están en ellas tan impregnados de luces y de sombras que se convierten casi en asombrosas monocromías luminosas, palpitantes en un dramático contraste de claroscuros. Mirando estas obras y el contemporáneo gran retablo de los Estigmas de San Francisco, en Ascoli Piceno, el espectador se siente sacudido por repentinos estremecimientos que dan la neta sensación del ímpetu creador de Tiziano que, caminando hacia la vejez, parece abandonarse a su arte, extraviando su espíritu en el color y en la luz, encerrándose en la pintura, apartado de toda contingencia humana, olvidándose de honores y encargos. Posiblemente en esta ocasión más que nunca pinta sólo para sí mismo, encontrando en su labor una plenitud de sentimientos y de pensamientos.
Los acontecimientos alegres y tristes de su vida parecen no afectarle ya. Esta transfiguración y transposición suya en el arte es testimoniada por el Autorretrato de Berlín, fechable hacia 1562, donde la luz modela su hermoso rostro de anciano, vivo en los ojos y vibrante de energía en los rasgos ahondados por los años.
Y a su alrededor, al otro lado de las paredes de su casa, se percibe Venecia, con sus iglesias, sus palacios, el color, la luz, los ruidos de la laguna, que lleva dentro de sí transformándolos en latidos, en estremecimientos, en materia espléndida que se convierte en espíritu gracias a su luz y a sus colores. Son años de febril actividad y, forzosamente, Tiziano tiene que recurrir cada vez más a la ayuda de los numerosos colaboradores que frecuentan su taller en Birri Grandi. Allí se reelaboran lienzos iniciados hace muchos años, se aportan variantes a obras cuya ejecución ya está adelantada, se efectúan copiaos que se difundirán por todo el mundo para llevar la palabra de Tiziano. Resulta, pues, verdaderamente difícil interpretar la producción tizianesca de este momento.
La presencia de los ayudantes es a veces evidente, incluso en pinturas importantes, como en la Transfiguración de San Salvatore de Venecia y en el retablo de San Sebastián, para la capilla votiva de Niccolo Crasso. Hasta en la Ultima Cena, para El Escorial, enviada a España en 1564, se observa con evidencia el trabajo del taller en las figuras de Cristo y de los Apóstoles, de tono casi académico, en contraste con el magnífico paisaje de fondo, abierto a atmosféricas lejanías, de emotiva poesía.
Pero indudablemente Tiziano pinta muchas obras solo, casi en un orgulloso aislamiento, y su pujante personalidad sigue dejándose sentir con nuevas facultades creadoras y poéticas. Se encuentran incluso retornos repentinos a motivos de su primera madurez, inspiraciones en el afortunado mundo poético de las alegorías y de los temas mitológicos de sus ya lejanas "poesías", como en la Venus vendando al Amor, de la Borghese de Roma, fechable hacia 1565. Sin embargo, ya no existe el espíritu sereno de antaño, y tampoco la contemplación estática de bellezas clásicas. Asimismo aquí el color se oscurece en tonalidades rojizas, algo quemadas por una luz de ocaso estival: "mezcla de pinceladas macizas de color a veces rojo, turquesa y negro, aquí y allá también grisáceo y azul" (Cavalcaselle). Ahora Tiziano se acerca al mundo de los dioses del Olimpo casi con el ansia de realizar con la mayor rapidez sus visiones, buscando y alcanzando admirablemente una fusión entre inspiración y naturaleza. Y este su último canto que está entre la alegría y el drama, lo ejecuta con esas pinceladas suyas "realizadas a golpes, aplicadas a brochazos, y con manchas (que) de cerca no se pueden ver y de lejos resultan perfectas" (Vasari).

 

Diana y Acteón de Tiziano
Diana y Acteón de Tiziano (Detalle, National Gallery of Scotland, Edimburgo). En esta alegoría realizada para Felipe II entre 1556 y 1559, el pintor representa a Diana junto a la fuente, a la que se le une Acteón.

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