Estas sepulturas de los Médicis, ejecutadas entre 1520 y 1534, son, indudablemente, la obra maestra de Miguel Ángel. Después de ellas su espíritu aparece cada vez más atormentado por nuevos encargos, que más bien son cargas, impropios de su carácter, como la pintura del Juicio Final para la Capilla Sixtina y las obras de San Pedro, y por la muerte de su único amor (al menos conocido), de la famosísima Victoria Colonna, viuda del marqués de Pescara. De las relaciones platónicas entre estos dos espíritus nobilísimos nos informan sus cartas y los versos de Miguel Ángel, y, además, Condivi y el ya citado libro del portugués Francisco de Holanda.
Condivi, autorizado por Miguel Ángel, se refirió a estas relaciones en los siguientes términos: «En particular amó grandemente Miguel Ángel a la marquesa de Pescara, de cuyo divino espíritu estaba enamorado, siendo en reciprocidad amado de ella entrañablemente (sviceratamente)… Ella, muchas veces, desde Viterbo o de otros lugares adonde hubiese ido por deporte o veraneo, regresó a Roma sólo para ver a Miguel Ángel; y él tanto amor le tenía, que a menudo aseguraba que de nada se dolía tanto como de no haberle besado la frente, como le besó la mano, cuando fue a verla en su lecho de muerte».
Victoria Colonna murió en el año 1547. Miguel Ángel, que había de sobrevivirla dieciséis años, se conservó fiel a su memoria, inspirándose en ella para dar expansión a sus aficiones poéticas, que crecían con la vejez. Siempre había sido un gran lector de Dante; y ahora, muerto el único amor de su vida llena de trabajos, quedaría acompañado también con el recuerdo de su Beatriz. Este amor, ciertamente, parece haber sido elevado y puro; ambos eran ya de edad madura cuando se conocieron, y en ella alentaban los más altos ideales de religión y arte. Retirada en un monasterio de Viterbo la mayor parte del tiempo, Miguel Ángel la asediaba con cartas y versos que llegaron a alarmarla. Sin embargo, le contestaba amablemente. No cabe duda que en estas entrevistas los dos amantes -si es que así pueden ser llamados- hablarían más de religión que de arte, más del amor de Dios que de doctrinas estéticas.
Victoria Colonna parece haber contribuido mucho, con su vida y su muerte, a desarrollar la fiebre mística que acometió al escultor en los años de su larga vejez, haciéndole despreciar y aun casi odiar su arte. Pero la idea de la muerte le preocupa y pide a Dios que le llene sólo de amor divino. Sobre todo le atormentan los errores del arte: «Llegado ya al final de esta vida mía…, / de la que hice al arte ídolo y monarca, / conozco bien cuánto en error vivía… / ¡No más pintar, ni esculpir, ni condenarme, / el alma vuela hacia el amor divino, / que abrió en cruz los brazos por salvarme!» y, efectivamente, durante los diecisiete primeros años que siguieron a su traslado a Roma en 1533, de donde ya no saldría hasta su muerte -excepto una breve fuga en 1556, ante el avance del ejército español-, no se conoce más que la realización de una sola escultura: el busto de Bruto (Museo del Bargello, Florencia), esculpido hacia 1537.
No obstante, aquella fuerza creadora que le permitía concentrar en un mármol los más elevados pensamientos, trabajaba todavía dentro de su alma en su larga y solitaria vejez.
Cuando Condivi publicó su historia, estaba Miguel Ángel esculpiendo un grupo de la Piedad en que se había retratado a sí mismo representando a Nicodemo. Este es un grupo de cuatro figuras -dice Condivi-, mayores del natural, pero sería imposible describir la belleza y sentimiento de cada una de ellas, sobre todo la atribulada Madre.
Parece que Miguel Ángel labró aquel grupo, entre 1550 y 1555, para que fuese colocado sobre su sepultura; pero disgustado de esta reincidencia artística, acabó por dejarlo sin concluir y aun llegó a romperlo en pedazos.
Vasari explica cómo, restaurado por Tiberio Calcagni, amigo de Miguel Ángel -que acaso debió rehacer completamente la figura de la Magdalena-, este grupo de la Piedad estuvo por algún tiempo en una villa de Pierantonio Bandini hasta que fue trasladado a Florencia. Su colocación en la catedral o Duomo, donde se halla actualmente, data sólo de 1722. Esta «Pietá del Duomo» no parece haber sido la única que desbastó Miguel Ángel. Poco posterior debe ser la llamada «Pietá Palestrina» (Museo de la Academia, Florencia), casi deshecha por la tensión del sufrimiento físico y espiritual. En sus últimos años, «las espinas y clavos en una y otra mano…, la sangre que lavó nuestro pecado» son su única contemplación y esperanza a medida que va haciéndose más viejo.