Este último pintó al estilo manierista, pensando acaso agradar a Felipe II; pero al rey, que prefería a Tiziano o a su discípulo el Mudo, el San Mauricio «no le contentó…, aunque dicen es de mucho arte», como escribe el padre Sigüenza, bibliotecario de El Escorial, quien agrega una sentencia de Navarrete el Mudo: «Los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar ante ellos».
No hay duda de que ésta fue la razón principal de que Felipe II, buen conocedor de pinturas, no quisiera que el San Mauricio de El Greco se pusiera en la iglesia del Monasterio, sin rechazarlo ni devolverlo, como otros cuadros; antes bien, lo guardó muy honorablemente con otros lienzos que hoy hacen del Monasterio una admirable pinacoteca. Regiamente, lo pagó en 800 ducados: 250 más de los pagados a Rómulo Cincinato por el mediocre, y nada devoto, San Mauricio, que Felipe II, cansado tal vez de sus dificultades con los pintores, permitió colocar en el altar.
El Greco no olvidará jamás la lección de su antecesor el Mudo, muy tridentina: los santos pintados han de inspirar devoción. Y ha de pintarlos tan devotos que muchos tomarán a su autor por místico, no siendo sino un gran artista, catalizador de la piedad de su tiempo. Si hubiera insistido, acaso habría terminado haciéndose un lugar en la corte; de hecho, años después, en 1596, el propio Consejo de Castilla había de encargarle un retablo para el Colegio de doña María de Aragón, en Madrid. Pero era un artista orgulloso, en una época que serlo provocaba una situación conflictiva, semidiós para unos, artesano «oficial» para otros, que le hacía tener un puntillo exagerado. Así pues, se retiró a Toledo para siempre.
Retiro muy relativo, puesto que la Sede Primada seguía siendo, en lo religioso, la capital de España. Aunque privada de la corte desde veinte años antes de que Theotocópuli se convierta en su vecino, Toledo estaba lejos de ser la ciudad melancólica y ruinosa que algunos escritores sobre El Greco han pretendido, basándose en los paisajes, personalísimos y nada «realistas», que el pintor trazó de ella; ya al fondo de no pocos cuadros, ya como tema principal de algunos, como el Plano y Vista de Toledo (Museo de El Greco) o la Vista de Toledo (Metropolitan Museum, Nueva York), de tal modernidad, que cuesta trabajo admitir sea obra de un pintor del siglo XVI.
Ciudad rica y progresiva, después de cinco años de perder su corte, Toledo estrena el artificio del sabio piamontés Turriano, gracias al cual se surte de agua corriente, subida desde el profundo río Tajo. Acaso El Greco consiguió ver el legendario «hombre de palo» de ese Juanelo andando por una calle de la ciudad. En «La ilustre fregona», Cervantes califica a Toledo de la mejor ciudad de España o, cuando menos “de las mejores y más abundantes que hay en ella”. Conocemos su animación por la citada novela o por los escritos de Santa Teresa.
El cardenal Fernando Niño de Guevara de El Greco (Metropolitan Museum, Nueva York). Realizado entre 1596 y 1600, este cuadro está considerado como su obra maestra de retrato. El Gran Inquisidor General de Toledo parece captado probablemente cuando presidía, digno y severo, algún auto de fe. La suntuosa seda púrpura que lo envuelve con su cálido colorido hace más dura, por contraste, la frialdad aristocrática e inquietante de una mirada que filtran las gafas. El retrato de figura entera es harto insólito en la galería que se posee de este pintor excepcional.