La solución de planta concentrada, bizantina, de Bramante para San Pedro de Roma no parecerá tan extraña si se advierte que, viniendo de Milán, había de tener muy presentes algunos edificios semibizantinos de Venecia y paleocristianos del mismo Milán y de Lombardía, y acaso también las iglesias de Ravena. Roma le deparó ocasión grandiosa para desplegar todo su genio. Según él mismo decía, su idea era colocar la cúpula esférica del Panteón sobre el cruce de dos grandes naves con bóveda de cañón, como las de la basílica de Constantino.
Estas dos naves, formando una cruz griega, terminarían interiormente en cuatro ábsides, y con un pórtico a cada lado formarían las fachadas. En los cuatro espacios que quedaban diagonalmente en los cuatro ángulos de las naves en cruz, habría cuatro cúpulas menores y cuatro salas para sacristías. Para disimular las enormes masas de los pilares y los muros pensaba valerse de grandiosos nichos, como los que podían verse, todavía, en las construcciones romanas.
Aunque la obra no se llegó a ejecutar según esta disposición, parece que los artistas de la época se hicieron cargo perfectamente del proyecto y en pequeño lo realizaron en iglesias rurales que hoy resultan preciosas, porque nos dan un reflejo de lo que hubiera sido San Pedro, de haberse seguido el proyecto primitivo.
Así son, con una cúpula sobre los cuatro brazos de una cruz griega, la iglesia de Santa María de la Consolación, en Todi, y la de San Blas, en Montepulciano, ambas vecinas a Roma. La primera fue comenzada por Cola di Mateuccio, natural de Caprarola, en 1508, y la segunda es obra del florentino Antonio da Sangallo, lo cual prueba que las ideas de Bramante eran admitidas sin vacilación.
El propio Julio II hizo Acuñar una medalla con su retrato en una cara y en la otra una vista de la iglesia, como si estuviera ya terminada, con la leyenda: Templi Petri instauratio. Se colocó la primera piedra el día 18 de abril del año 1506.
El propio Papa descendió a la enorme excavación practicada para los cimientos de la nueva iglesia, y después de proclamar allí las indulgencias concedidas a los bienhechores de la obra, regresó en procesión con la cruz alzada a su palacio del Vaticano.
Los trabajos comenzaron por la parte posterior: el ábside y los pilares de la cúpula. Julio II dejó que Bramante derribara todo lo que fuera preciso de la antigua basílica paleocristiana, construida entre el 324 y 330, bajo Constantino.
Tan sólo se le impuso la prohibición de tocar el lugar central, donde está la confesión de San Pedro, una especie de pozo que nunca había sido violado y en el que se han realizado recientemente excavaciones en busca del sepulcro del cuerpo del Apóstol.
Por mucho tiempo el culto se practicó en lo que quedaba en pie de la antigua iglesia; más tarde se hizo una capilla provisional sobre el sepulcro, hasta que la basílica quedó del todo terminada. Una mínima parte de lo que se creyó digno de conservarse se almacenó, con el mayor desorden, en los subterráneos que quedan entre el pavimento antiguo y el de la actual basílica, mucho más alto.
Allí hay fragmentos de esculturas de las tumbas de los pontífices, de ciertos altares y el sepulcro de Otón II, que estaba en el patio, ante la fachada de la iglesia. Pero toda la decoración de los antiguos mosaicos cristianos, los frescos de Giotto y otras bellas obras del primer Renacimiento cuatrocentista, fueron destruidos sin respeto.
El pueblo de Roma y las personas cultas, entre ellas algunos cardenales, no presenciaron indiferentes aquel vandalismo; imponíase la excusa de que la vieja construcción amenazaba ruina, pero, así y todo, se elevaron veces de protesta, sobre todo contra Bramante. “El hubiera destruido a Roma entera y el Universo si hubiese podido», dice un escritor de la época.
La gente del pueblo, tan aguda y maliciosa en la vieja Roma, decía en sus sátiras que Bramante tendría que quedarse fuera del cielo, porque San Pedro, irritado por haberle destruido su vieja basílica, no le dejaría entrar.

detalles, torres, agujas y columnatas del exterior, que aparecían en proyectos anteriores, porque quitaban a la iglesia la simplicidad clásica.