A la muerte de Bramante en 1514 le fue encargada a Rafael la dirección de la nueva iglesia, por creerse que sería el que más fielmente podía desarrollar el proyecto. Rafael venía también de Urbino, y su carrera en la Corte pontificia, al decir de Vasari, había comenzado con la protección del gran arquitecto. Pero Rafael no era el genio más indicado para una construcción tan gigantesca, y aunque le auxilió el gran arquitecto florentino Antonio da Sangallo, las obras no avanzaron mucho.
Por fin, muerto Rafael y años después Antonio da Sangallo, nadie pareció capaz de llevar a buen término la construcción sino Miguel Ángel, que sobrevivía a todo el mundo, creciendo cada día más su reputación. «Habiendo muerto Antonio da Sangallo el año 1546 -dice Vasari- y faltando quien dirigiese la fábrica de San Pedro, hubo diferentes pareceres, hasta que Su Santidad, inspirado por Dios, resolvió confiarla a Miguel Ángel, el cual rehusó diciendo, para excusarse de esa carga, que no era su arte el de la arquitectura. Finalmente, no admitiendo sus escrúpulos, el Papa le mandó que la aceptase, por lo que, muy contra su voluntad, tuvo que entrar en aquella empresa.”
Suprimió Miguel Ángel infinidad de detalles del último proyecto de Sangallo, torres y más torres, agujas y columnatas del exterior, que quitaban a la iglesia la simplicidad clásica, pero que, siendo motivo de gastos cuantiosos, parecían complacer a los administradores de la fábrica, concitándose con esto la animosidad de los que veían su provecho en dar largas a la construcción, en cuyos trabajos se llevaba empleado ya cerca de medio siglo.
Y para desvanecer toda sospecha de venalidad, Miguel Ángel exigió que en el motu propio en que se le nombraba director de la obra, con entera autoridad para hacer y deshacer, añadir y quitar, se hiciese constar que él servía allí a la Iglesia sin ninguna recompensa y sólo por el amor de Dios. El papa Paulo III, que veía en el glorioso escultor el genio que convenía para terminar la obra, sostuvo siempre a Miguel Ángel contra las intrigas de sus enemigos
“Vuestro cometido -decía el escultor a los administradores en el año 1551- es tener cuenta de que lleguen las limosnas y vigilar que no las distraigan los ladrones; el plan y los dibujos de la iglesia corren, en cambio, de mi cuenta.”
La intervención de Miguel Ángel en el proyecto de San Pedro consiste, pues, principalmente, en simplificar la planta, esto es, la idea general de Bramante, quitando elementos accesorios que debilitaban la construcción, pórticos y aberturas que reducían la resistencia de los muros. En cambio, levantó la cúpula a una altura mucho mayor de la proyectada.
Bramante había querido repetir la cúpula romana del Panteón, grandiosa por dentro, pero sin visualidad por fuera. Miguel Ángel la sustituyó por una cúpula como la de Santa María de Florencia, y así lo que quitaba al edificio en extensión, se lo daba en altura. Sin duda, lo que caracteriza hoy exteriormente la iglesia de San Pedro de Roma es la cúpula, con su altura colosal de 131 metros, dominando todo el edificio.
Miguel Ángel murió en 1564, cuando la cúpula estaba solamente en el arranque, pero dejó un modelo detallado, que se conserva todavía. Su sucesor en la dirección de la obra fue su discípulo predilecto Giacomo della Porta, quien no se contentó con proveer discretamente a las grandes dificultades de la construcción de la bóveda colosal, sino que además alteró con gracia la linterna superior, haciéndola más rica y complicada, ya casi barroca. Esta ligera nota más moderna, en lo alto de la curva superficie gris de la cúpula, cubierta de planchas de plomo, acaba de completar la belleza de aquella magnífica obra.
Vista desde lejos, la cúpula de San Pedro se distingue sobresaliendo de la llanura poco accidentada del Lacio; es lo que caracteriza más el paisaje de Roma. Como la ciudad queda a un lado del Vaticano, el sol en Roma se pone siempre por detrás de aquella cúpula, recortando su silueta en los bellos y diarios crepúsculos luminosos.
Cientos de romanos se reúnen cada atardecer, desde hace siglos, en las terrazas de los jardines del Pincio, al otro lado del Tíber, frente al Vaticano, para presenciar este soberbio espectáculo ofrecido por la conjunción de la naturaleza y del ingenio humano.
