Es, verdaderamente, una entidad moral dotada de espíritu propio, tan parecida y tan distinta de la cúpula de Florencia y de todas las que se hicieron después, a su imitación.
Fue tal el efecto que la cúpula de San Pedro produjo en los artistas, que a partir de la mitad del siglo XVI no hay iglesia, por grande o pequeña que sea, que no quiera tener también su cúpula, en testimonio de admiración de la de San Pedro de Roma.
No sólo en Italia, sino en todos los demás países adonde llegó el Renacimiento, en iglesias rurales de ladrillo, revestidas de estuco, o en grandes monumentos como la iglesia de El Escorial, y más tarde también en la de los Inválidos, de París, siempre se repite el mismo tema: una iglesia en planta de cruz con una cúpula sobre un tambor cilíndrico en el crucero.
Además de la cúpula, puede decirse que, a excepción de la fachada, todo el exterior de la iglesia de San Pedro es obra de Miguel Ángel; la que había proyectado Bramante hubiera sido absolutamente distinta, con sus múltiples pórticos y galerías abiertas.
En el ábside de San Pedro es donde se comprende el estilo propio de Miguel Ángel como arquitecto.
Los altísimos muros curvos de los ábsides rematan en un simplicísimo ático horizontal, que debía dar la vuelta a todo el templo, sostenido aparentemente por colosales pilastras corintias, también de toda su altura. En los espacios lisos se abren balcones y ventanas, de formas civiles, laicas, pero tan grandiosos, que vuelven a dar al edificio el carácter de religiosidad que habría perdido, en otras condiciones, con aquellas aberturas domésticas y mundanas.
La obra de Miguel Ángel en San Pedro generalmente queda olvidada detrás de la impresión barroca de la plaza y la fachada, ejecutadas mucho más tarde; pero al dar la vuelta al edificio, si el ánimo no está ya cansado por tantas sensaciones diversas, al ver la iglesia enorme, con sus muros severamente arquitectónicos, y al elevar la vista hasta la altísima cornisa, recorriendo con la mirada aquellos lienzos de piedra, únicos en el mundo por sus dimensiones y nobleza, uno vuelve a sentir el mismo efecto de emoción religiosa que producen las catedrales de la Edad Media.
Miguel Ángel consiguió, con su espíritu elevado, dar un sentido nuevamente místico a la obra fastuosa que proyectó realizar la Roma pagana del Renacimiento.
En las obras de San Pedro se formaron los arquitectos de la escuela romana. Uno de los discípulos de Miguel Ángel, Giacomo da Vignola (1507-1573), divulgó sus principios en un Tratado de Arquitectura. Vignola es el arquitecto de la iglesia de Il Gesú o de Jesús, en Roma, también con una cúpula y una sola nave con capillas laterales, que aparece como el desarrollo final de la idea iniciada por León Bautista Alberti en la iglesia de San Andrés de Mantua. El crucero, ancho, está iluminado por la cúpula; la bóveda, de medio punto, se contrarresta por grandes contrafuertes entre los que hay espacio para albergar las capillas laterales.
Este interior, iniciado en 1568, sirvió de modelo a miles de iglesias barrocas distribuidas por toda Europa, cuyas raíces hay que buscarlas en la arquitectura católica de la Contrarreforma. Este movimiento religioso, dirigido por los jesuitas, necesitaba durante el último período del Renacimiento amplias salas sin columnas, aptas para la predicación.
El paso decisivo marcado por Il Gesú de Vignola respecto a San Andrés de Mantua, de Alberti, viene determinado por el papel de la cúpula como elemento distribuidor de la luz, que cae a raudales de la misma, en contraste con la iluminación moderada de la nave y del presbiterio. Así, por primera vez, aparece en la organización de un espacio interior este elemento que sería de capital importancia en la arquitectura barroca: la luz.
La fachada de Il Gesú es de Giacomo della Porta, quien fue el introductor de algunos detalles de decoración poco clásicos, que muestran los progresos del barroquismo, pese a que esta fachada es del año 1573. Hay encima de la puerta un escudo del que cuelgan unas guirnaldas, dentro del estilo de Miguel Ángel, aunque más complicado y retorcido.
La disposición general de aquella fachada es todavía la propuesta por León Bautista Alberti en Santa María Novella de Florencia, que se conservaba por tradición desde el siglo anterior: un cuerpo bajo, con un orden de pilastras, y un cuerpo superior que termina en un frontón.
Como el cuerpo bajo es más ancho, porque tiene la amplitud de las tres naves (o de la nave central y las capillas), y el superior no tiene más anchura que la de la nave central, estos dos pisos están reunidos por una curva ondulada que acaba en dos volutas. Así, el cuerpo alto se ensancha ingeniosamente para combinarse con el piso inferior. Esta solución, popularizada por los libros de los tratadistas del Renacimiento, logró singular fortuna.
