El ejercicio que practicó tan largamente como autor de dibujos sobre tipos populares destinados al grabado, había encaminado su interés hacia la figura humana, sobre todo en composiciones en las que se reproducían grupos con numerosos personajes, y aunque nunca desdeñó el estudio del paisaje, su afición al arte de El Bosco y su interés por los problemas del color, con una clara preferencia por los matices puros, reforzaron el atractivo que sentía por la representación del hombre, no como individuo sino, en su aspecto colectivo, como ente formando parte del conjunto de la sociedad.
Se trata de cuadros que por lo común tienen el significado de representaciones plásticas de parábolas, moralejas o refranes populares; de ahí que gran parte de sus obras pintadas tengan el carácter gnómico que evidencian también muchos de sus grabados.
La producción pictórica de Brueghel el Viejo parece haber sido muy nutrida, pero actualmente sus obras originales se conservan en reducido número; quizá no pasen de una treintena. Sabemos que pintó otras obras gracias a antiguas copias, como el cuadro de la Caída de Ícaro, conocido a través de dos versiones, una de ellas en el Museo de Bruselas.
Trató temas religiosos de un modo que recuerda el estilo de El Bosco, pero en varios casos el sentido de sus asuntos evangélicos se diluye en el valor panorámico del paisaje y el bullicio de las muchedumbres representadas en los cuadros.
Buenos ejemplos de ello son la Inscripción en el censo, en Belén, de Bruselas, o la Conversión de San Pablo, de Viena, obra en la que la anécdota hagiográfica es apenas perceptible, ante la grandiosidad del paisaje montañoso y la multitud de guerreros que por él van desfilando en la ruta que conduce hacia la ciudad de Damasco.
Sin embargo, lo dominante en su producción es (aparte la hermosísima serie dedicada a los meses del año, con sus mejores muestras en el Museo de Viena: Retorno de los cazadores en un paisaje pueblerino nevado, Retorno de los rebaños, Día nublado) la pintura de parábolas o refranes fácilmente inteligibles, en la que el ambiente natural tiene tanta importancia como el hecho simbólico narrado: la Parábola de los ciegos, en las versiones de Nápoles y del Louvre, la Parábola del sembrador, de Washington, el Ladrón de nidos, de Viena.
O bien son cuadros de amplio asunto y de significado paremiológico, con mucha gente: los Proverbios neerlandeses, de Berlín, los Juegos infantiles, de Viena; o magistrales evocaciones bulliciosas de fiestas campesinas: Comida de la Boda y la Danza de campesinos, de Viena.
Algunas obras de Brueghel el Viejo son de doble sentido por su tumultuoso aspecto, como ocurre en la Batalla entre el Carnaval y la Cuaresma, de Viena, o en el gran cuadro titulado Dulle Griet, del Museo Mayer van den Bergh de Amberes. Valor excepcional en su simbolismo terrible que se aproxima a las visiones que antes pintó El Bosco, es el que ofrece el gran cuadro del Triunfo de la Muerte, con su conjunto de escenas horripilantes, del Prado.
Otras obras de Brueghel resaltan por la novedad de su asunto fabuloso, como las dos versiones de la Construcción de la Torre de Babel (en el Museo de Rotterdam y en el de Viena), o destacan por la crudeza de su anécdota, como la lastimera visión de los Lisiados (o mejor, los Leprosos) del Louvre, triste asunto humano que su autor supo tratar casi humorísticamente y con esplendoroso color.
De los pintores descendientes directos de Brueghel el Viejo, sólo podemos tomar en consideración aquí a sus dos hijos: Pieter Brueghel el Joven (1564-1637), llamado Brueghel d’Enfer, y Jan Brueghel de Velours (1564-1625), simplemente porque, aunque no pudieron conocer a su padre, realizaron varias copias de cuadros suyos, hoy desaparecidos. Pero ambos son artistas que pertenecen a otra época y cuyas producciones, a pesar del ejemplo paterno, se hallan alejadas ya por completo del clima mental en que se desarrolló el arte de su progenitor en el siglo XVI.