Alrededor del mes de abril de 1500, Leonardo vuelve a Florencia. Los seis años del segundo período florentino son los últimos de ferviente actividad pictórica ya que el maestro roza los cincuenta años y ve cómo a su alrededor se renueva, a nivel más elevado, el clima artístico de sus años mozos, gracias a la presencia de Miguel Ángel y Rafael, y se siente humanamente exaltado al ver explícitamente como su «discurso» formal de los decenios anteriores da sus frutos en esos jóvenes, al margen de toda incomprensión personal, por ejemplo, por parte del iracundo Miguel Ángel.
La exposición del nuevo y definitivo cartón (hoy perdido) para el cuadro de Santa Ana, la Virgen y el Niño -San Juan niño ha sido sustituido por el simbólico cordero de la tradición paleocristiana y medieval (detalle que tiene mucho significado)- en el claustro de la Annunziata, en 1501, constituye un acontecimiento público. Por las descripciones de los documentos de la época y los muchos dibujos preparatorios se puede llegar a la conclusión de que el cartón se encontraba muy cerca, si es que no era idéntico, a la versión pictórica, no ultimada, que Leonardo llevó consigo a Francia y que actualmente se encuentra en el Louvre.
Confrontado desde el punto de vista de la composición con la Virgen de las Rocas y con el primer cartón conservado en Londres, el dibujo se nos presenta casi como meditado desafío a sus dos jóvenes rivales, en el sentido de alcanzar una ulterior superación dinámica y monumental de las estructuras piramidales propuestas en las dos obras precedentes, y aceptadas tan sólo en los albores del siglo XVI por ambos, y sobre todo por Rafael en sus primeras Madonas florentinas: en cierto modo Leonardo vuelve a emprender, si bien aquí en clave «grande» y monumental, el discurso de la Virgen con el gato, que ahora ha sido sustituido por el cordero, con todas las consecuencias de una apertura dinámica hacia la derecha, contrapesada por el soporte estático de Santa Ana sentada hacia la izquierda, pero «orientada», con la cabeza, hacia la derecha. Y es precisamente la cabeza alzada de Santa Ana la que indica el continuo contrapunto en espiral del grupo, de acuerdo con un módulo posterior e innovador que dejará sentir su influencia en el Miguel Ángel pintor del Tondo Doni, así como en el Rafael de las más tardías Madonas florentinas.
La misma importancia tiene la influencia de la Gioconda (quizá retrato de Lisa, mujer del mercader Bartolomeo del Giocondo; también este cuadro fue llevado a Francia por Leonardo y hoy se encuentra en el Louvre) sobre los primeros retratos de Rafael, como el de Maddalena Doni, y sobre todo, la Muda del Palacio Ducal de Urbino.
La Gioconda lleva al extremo refinamiento la técnica del sfumato, la graduación infinitesimal de las vibraciones lumínicas: y es sobre todo este impalpable «velo atmosférico» que envuelve y se interpone entre el observador y la obra, lo que suscita su «misterio», su carácter inasequible que contrasta con la amplia corporeidad volumétrica.
Respecto a la sonrisa, demasiado románticamente célebre, recordemos entre las más pertinentes (pensando en los estudios fisiognómicos de Leonardo) la interpretación de Heidenreich, según la cual se trata de una sutilísima situación intermedia entre una inexpresiva apatía absoluta y una demasiado expresiva determinación de un dato psicológico o emotivo: una especie de «suspensión» sublime de epoché griega, muy distinta de la ataraxia, una especie de potencial sentimental no expresado y, a pesar de todo, activo para siempre.
Los estudios fisiognómicos, junto a la cada vez más profundizada ciencia de la investigación y de la representación del movimiento humano y animal, triunfan en la última obra florentina de Leonardo, el fresco hoy perdido de la Batalla de Anghiari, comenzado en 1504, en el Palazzo Vecchio, para rivalizar con la Batalla de Caseína de Miguel Ángel, que se deterioró rápidamente y fue destruido a mediados del siglo XVI.
La versión escogida representa un grupo de caballeros que luchan por la bandera: una versión muy trágica, incluso nihilista desde el punto de vista moral, puesto que se trata de una ilustración verdaderamente científica de la «loca bestialidad» de la que hablaba Dante, en el sentido literal de aquella identidad de las reacciones psicofísicas del hombre -imagen de Dios- y de la bestia -«bruto» sin alma-en lo más encarnizado de la lucha armada. Estructuralmente, es un violento torbellino corpóreo centrado y «encadenado», según la concepción que luego será de Miguel Ángel.
Parece casi como si Leonardo hubiese querido fundir los conceptos figurativos que él mismo expresó, unos diez años antes, en dos admirables párrafos escritos en el códice A: Cómo hay que representar una fortuna (o sea una tempestad de cielo y de agua) y Manera de representar una batalla. Se ha llegado ya a la tragedia cósmica, al fruto de las crecientes meditaciones sobre las fuerzas «primarias», sobrehumanas, de la naturaleza y estamos en la vía que llevará a los tardíos Diluvios: a través de caminos misteriosos, parece que Altdorfer conoció visiones figurativas de esta índole cuando concibió y realizó en 1529 la famosa Batalla de Alejandro, que se conserva en la Pinacoteca de Munich.
La Dama del armiño de Leonardo (Museo Czartorysky, Cracovia). La retratada ha sido identificada con Cecilia Gallerani, favorita oficial de Ludovico el Moro. Sin embargo, pese a la amistad que esta dama demostró por Leonardo, por una parte, y, por otra, a la alusión que supone el armiño, no está comprobado documentalmente que en efecto sea ella. El parecido entre la expresión de la hermosa joven con el animal que tiene en brazos no puede ser fortuito; con él pudo aludir Leonardo a cierta esquivez y desde luego a un carácter altivo e indomable, unido a genuina pureza.