El tema simbólico, y también de composición, de la “sagrada conversación” a cuatro, se repite, con formas bastante más monumentales y al mismo tiempo más «naturales» incluso desde el punto de vista psicológico, en el primero y único dibujo conservado para Santa Ana, la Virgen y el Niño (Londres, National Gallery, antes en la Royal Academy of Arts), vinculado -contrariamente a la versión definitiva- a la Virgen de las Rocas por la presencia de San Juan niño, que «cierra» por la derecha el portentoso y compacto bloque plástico. Si desde el punto de vista de la composición el dibujo tiene todavía cierta relación con la Virgen de las Rocas, su discurso plástico-monumental es perfectamente paralelo al que se observa en la Última Cena del refectorio de Santa María delle Grazie.
Este fresco de la Última Cena, del último decenio del siglo XV, ha recuperado recientemente su colorido original y las transparencias y la atmósfera propias de Leonardo. Fue pintada al temple sobre una compleja preparación de dos capas. Vasari emplea para esta obra los adjetivos muy meditados de «majestuosidad y belleza» y «nobleza»: y efectivamente nace con la Última Cena el característico «estilo grandioso», de monumentalidad clásica, que dejará su huella de distinta forma en todas las más importantes obras de las primeras décadas del siglo XVI.
Pero para Leonardo, así como para los venecianos, se trata no ya de una monumentalidad abstracta y clásica, sino de una volumetría concreta y envolvente de las formas «naturales» evocadas y propuestas concretamente a quien observa por la fuerza de la luz y del color. En la Última Cena además, dichas formas se animan gracias a los más elevados y maduros resultados de las investigaciones mímicas y fisiognómicas sobre las pasiones humanas, en la admirable concatenación por ondas y alternancias rítmicas de gestos, actitudes y agrupaciones triples, que convergen en la pirámide perfecta de Cristo situado ya en «el más allá del mundo», simbólicamente aislado y casi inalcanzable, según los mismos principios de la Virgen con el Niño en la Adoración de los Magos.
La «realidad de la naturaleza», en sentido óptico, está presente, aparte de en la humanidad de los Apóstoles, en el ilusionismo integral del ambiente, verdadera culminación de la ciencia de la perspectiva florentina del siglo XV en su perfecta integración con el espacio «real» del refectorio; y todavía más en los efectos de luz, tanto la que se refleja sobre los grupos humanos y sobre la pared derecha del muro pintado, que penetra desde la izquierda, correspondiendo perfectamente a la única serie de ventanas que ilumina el refectorio por la parte izquierda de quien contempla el fresco, como la «fingida» de la triple abertura de fondo, que tiene la doble función de ofrecer un campo de contraluz y casi una aureola a la cabeza de Cristo, y de profundizar la visión hasta el infinito.
Cuando Luís XII de Francia, derrotó al Moro en 1499, Leonardo deja Milán para pasar a Mantua (y de este paso nos queda en el Louvre el magnífico cartón para un retrato de Isabel de Este, cuya plenitud de formas es ya la misma que en la Gioconda) y se detiene en los primeros meses de 1500 en Venecia. De esta estancia no queda ningún rastro externo con excepción de las notas de carácter militar e hidráulico sobre la manera de rechazar los ataques turcos sobre el Isonzo: pero mucho más profunda y esencial es la indudable relación que determinó la visión pictórica tonal de Giorgione, a la sazón de veintidós años de edad, que se muestra también muy próximo a Leonardo en su tipo del Joven con flecha del Museo de Viena; y tampoco hay que olvidar que indudablemente la obra más leonardiana de Durero (se piensa incluso en la directa derivación de algún dibujo), el Cristo con los Doctores de la colección Von Thyssen, fue pintada precisamente durante la segunda estancia veneciana, en 1506, del maestro alemán.