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Historia del Arte

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Los pintores toscanos (VI)

Las mismas cualidades, el mismo ideal de fray Filippo encontramos, exageradas, en una de las primeras obras de su hijo Filippino (1457-1504): el cuadro de la aparición de la Virgen a San Bernardo, de la iglesia de la Abadía, en Florencia, obra admirable de singular idealización de la realidad. San Bernardo inclina la cabeza, sorprendido, ante la figura de la Virgen aunque sin extrañar que la celestial Señora compareciera a dictarle su tratado sobre el Cantar de los Cantares, que está escribiendo en el pupitre, porque acostumbra a dialogar con ella en la oración.
La Virgen es una florentina delicada, de largo cuello pálido y cabellos de oro, que escapan del peinado, retenido apenas por el velo transparente. El nimbo es cristalino, la luz se diluye dibujando las manos finas y los ropajes resplandecientes. En la técnica y en el paisaje, Filippino se muestra mucho más adelantado que su padre, y sus cualidades se pondrían plenamente a prueba al recibir el encargo de continuar la decoración de la capilla Brancacci del Carmine, que Masolino y Masaccio habían dejado sin terminar. En sus frescos del Carmen, realizados en 1484-1485, Filippino se deja llevar por la influencia de Masaccio hasta el punto de confundirse con él en estilo y color. Pero a lo largo de toda su vida lo caracterizó la preocupación por los ritmos determinados por una gran inquietud de dibujo y de líneas.

En la segunda mitad del siglo XV, Florencia se encuentra en posesión de un ideal bien definido para el arte y para la vida. Ya no son únicamente los grandes mecenas, como Cosme de Médicis, y algunos espíritus superiores, como Brunelleschi, Masaccio y los eruditos y humanistas que tenían a su lado, sino que entre las nobles familias, y aun entre la clase media y el pueblo, se difunde un nuevo criterio de la vida, dedicada al placer intelectual y al gusto aristocrático de las formas bellas.

Verdaderamente, éste es el momento supremo de la amable y refinada civilización florentina, que florece entre cantos, joyas y pinturas. A los tiempos de formación del gran Cosme han sucedido los de sus nietos Juliano y Lorenzo, ambos jóvenes, enamorados y artistas. La misma belleza es fácil; no hay que descubrirla dolorosamente, como tuvo que hacerse en los primeros años de aquel siglo. A los genios rebeldes; semitrágicos, como Donatello y los precursores compañeros de Cosme, han sucedido otros espíritus más sutiles, que pueden darse cuenta de toda la grandeza del momento que les ha sido dado inmortalizar.

La Herencia cuatrocentista, que veíamos sólo aparecer disfrazada en la Adoración de los Magos, de Benozzo Gozzoli, se presenta sin ambages en las obras de los dos grandes maestros de esta segunda generación: Domenico Ghirlandaio y Alessandro o Sandro Botticelli, ambos hijos de artesanos, un cordonero y un tonelero, pero elevados por el arte a la amistad y el favor de las más encumbradas familias florentinas. Los dos fueron llamados a Roma hacia el año 1481 para pintar, en unión de Perugino, algunos frescos en las paredes laterales de la Capilla Sixtina del Vaticano; pero su actividad y su arte hubieron de manifestarse más eficazmente en la ciudad de Florencia.

Ghirlandaio (1449-1494), más equilibrado que Botticelli, permanece algo apartado del gran cuadro de la vida florentina que le toca ilustrar. El retablo de la Adoración de los Pastores, de la capilla Sasseti, por él decorada, del convento de la Trinidad, actualmente en el Museo de la Academia, nos da clara idea de su espíritu y educación. Sus pastores son gentes sencillas, campesinas, que el hombre de la ciudad se place en sorprender entre sus rebaños; la Virgen es una florentina joven y elegante; a lo lejos se ve la cabalgata de los Magos, en un panorama de colinas pobladas como las de Toscana. Un arco de triunfo, dedicado a Pompeyo Magno, se levanta en medio del camino. El sarcófago con una inscripción y las columnas clásicas que sostienen el techo del pesebre, todo indica que esta pintura fue ejecutada por el artífice después de su regreso de Roma.

En otro retablo de la Epifanía, en el Hospital de los Inocentes, Ghirlandaio presenta aún la composición con más simetría: las figuras de los Reyes, acompañantes y santos se distribuyen en rededor de una pequeña Virgen, debajo de un cobertizo sostenido por pilastras cuatrocentistas, encima del cual hay un coro de ángeles. En esta obra el paisaje del fondo, inspirado en elementos reales, un puerto y una ciudad entre colinas, tiene la precisión fantástica y terrible de las imágenes soñadas.
pinturas del renacimiento
Retrato de un anciano de Filippino Lippi (Gallería degli Uffizi, Florencia). Esta obra bastaría para situar a su autor entre los grandes artistas de su época. La profundidad psicológica del rostro, la sobriedad del color, el perfecto trato del modelado y la humanidad reflexiva del anciano son dignos de los más grandes retratistas flamencos. Los ojos del retratado captan toda la atención del espectador, quien, inmediatamente después, admira el contorno surcado de las arrugas de los ojos y la frente, que acentúan la dignidad de la vejez.

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