No todos en Basilea estaban por la Reforma, ni había aquella unanimidad que rodeaba a Durero en Nüremberg o a Cranach en Wittenberg. El burgomaestre, Jacob Meyer, hacía alarde de fidelidad a la Iglesia romana encargando a Holbein un altar con la Virgen y, a sus pies, él con su esposa y sus hijos, obra que es hoy una de las más excelentes del artista. Del burgomaestre y su familia hizo Holbein varios retratos de un gran naturalismo.
Diez años antes había pintado otro retrato del propio Meyer y su esposa en un hermoso plafón apaisado. Estos dos tipos suizos, el buen burgomaestre y su hacendosa mujer, todavía bella, están admirablemente retratados. Pero los esfuerzos de Meyer y de otros no pudieron conseguir que la contienda entre los reformadores y los partidarios de Roma fuese puramente intelectual, y los dos bandos enemigos llegaron a tal apasionamiento, que la vida en Basilea se hizo imposible.
Erasmo emigró entonces, y Holbein no tuvo más remedio que hacer otro tanto, y dejando en Basilea a su esposa y sus hijos, marchó a Inglaterra en 1526, recomendado al gran erudito y reformador Tomás Moro. Pintó primeramente el retrato de Moro y su familia, retrato que por cierto ha desaparecido. Después, poco a poco, se fue introduciendo en la corte y llegó a pintar los retratos de Enrique VIII, los de sus esposas y los de sus consejeros. Por Holbein conocemos, mejor que por nadie más, la aristocracia inglesa de la época.
Algunos retratos Holbein los dibujó a la punta de plomo, pero con una precisión y arte que sorprende. Fijó en ellos lo que podríamos llamar la «silueta moral» del personaje retratado.
Resumiendo, en Alemania no hubo monarca del tipo de los franceses Carlos VIII y Francisco I, que se empeñaron en italianizarse; todo lo contrario.
El arte italiano del siglo XVI, que tenía su centro de difusión en Roma, era considerado peligroso por los príncipes, porque envuelto en un manto de belleza encerraba todo lo que representaba la jerarquía católica, enojosa hasta para los que no se habían vuelto protestantes. Acaso por la repulsión que se sentía en Alemania hacia la ideología de la Curia romana, los grandes artistas que se han ido presentando tienen un carácter germánico tan acentuado, que ni aun en la época romántica se manifestaron los artistas alemanes con tanta fuerza racial como en ésta.
La ciudad de Praga, la más occidental de las ciudades eslavas, se convirtió durante el último cuarto del siglo XVI en el foco más importante del arte manierista cuando estableció su residencia en ella el emperador Rodolfo II, medio astrólogo y alquimista.
Además de los artistas flamencos ya citados, otros, alemanes, como Hans von Aachen y Joseph Heintz, desarrollaron con ellos un extraño repertorio de alegorías y escenas mitológicas en las que, como ha observado F. Zeri, «se nota un satanismo a flor de piel, una voluptuosidad retenida en la punta de la lengua. Sin el nimbo o la palma, sus santas parecerían protagonistas del Arte de amar o diosas que asisten a una bacanal».
Concierto angélico, de Mathias Grünewald (Musée d’Unterlinden, Colmar). Perteneciente al retablo realizado en 1515 para el altar de la abadía de San Antonio de Isenheim, esta escena muestra con una delicada y expresiva solución plástica un grupo de ángeles músicos bañados por un resplandeciente rayo de sol en una capilla gótica.