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Historia del Arte

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Rafael de Urbino (IV)

Hay otro aspecto de Rafael que por sí solo lo acreditaría de gran pintor: el Rafael de los retratos. Forman una galería de personas representativas de la Italia (y especialmente de la Roma) de su tiempo, insuperables de precisión plástica y de valoración psicológica. No son retratos de encargo: son verdaderas efusiones del artista, que se complace en inmortalizar los caracteres de sus amigos y protectores. En la postura de los personajes y en la importancia plástica y cromática que dio a los detalles de su indumentaria, sentó el pintor ciertos principios íntegramente aceptados por todos los grandes retratistas venecianos.

Uno de sus retratos más antiguos es la misteriosa Mujer con unicornio, en la Galería Borghese de Roma, quizá pintado en 1505, en la que fascina su evasividad, tan femeninamente secreta, que recuerda a la de la Gioconda, pese a que no tiene su enigmática sonrisa. Poco posterior debe ser el retrato de Agriólo Doni, en la Galería Pitti de Florencia, famoso por su maravillosa seguridad de dibujo y por la suntuosa concepción de los colores de la figura y del fondo.

El Cardenal, del Museo del Prado, debe ser de hacia 1511, aunque se había considerado obra de los últimos años del artista por su sencillez increíble. Sencillez mediante la que la expresión formal se transforma en una aristocrática espiritualidad, un tanto ambigua. De 1515 se supone que son dos célebres retratos en los que Rafael se lanzó a una profunda exploración del espíritu de dos seres humanos: Fedra Inghirami, de la Galería Pitti, cuya manifiesta pereza está tratada por el pintor a medio camino entre el dramatismo y la caricatura despiadada, y Baltasar Castiglione, del Louvre, el amigo de Rafael, autor de una famosa obra, El Cortesano, en la que se educó toda una generación de príncipes e intelectuales renacentistas. Aquí Rafael desvela el ideal del personaje, analizando su rostro: perfección estética y espiritual basada en la armonía entre sensibilidad y seguro voluntarismo.
Finalmente, pintado el año antes de su muerte, el retrato de la Fornarina, la amante de Rafael identificada como Margarita Luti, hija de un panadero de Roma. Esta muchacha desnuda, que coquetea mostrándose a través de un velo transparente, está captada con un sentido tan alucinante de la tercera dimensión, que lleva a imaginar -y casi a tocar- su carne dorada en la que Rafael ha puesto su marca: el brazalete que ciñe su brazo izquierdo lleva la inscripción Raphael Urbinas.

En los últimos años de su vida, Rafael intentó excederse a sí mismo y hacer algo en un estilo que le era impropio, imitando a veces a Miguel Ángel, sin conseguir más que resultados mediocres. Esto se nota en el célebre Pasmo, del Museo de Madrid, y hasta cierto punto en la Apoteosis de la Transfiguración, el cuadro en que estaba trabajando cuando murió, y fue colocado en su cámara mortuoria. No obstante, ¡cuánta inspiración hay todavía en él! En lo alto, aparece Cristo radiante entre las nubes, con Moisés y Elías, Pedro y Juan, los únicos que presenciaron la escena. Debajo, los demás discípulos adivinan que sucede algo extraordinario, están agitados, se miran unos a otros, y se interrogan sobre la causa de su turbación. Un endemoniado recobra en aquel preciso momento los sentidos; su madre, una robusta matrona romana, señala a todos los presentes el milagro.

Murió Rafael el Viernes Santo de 1520 (aniversario del día mismo en que nació) cuando tenía sólo treinta y siete años, y fue enterrado en el Panteón, el viejo edificio romano habilitado para iglesia. Hace ya bastantes años fue abierto su sepulcro, y se restauró la lápida; allí estaban sus huesos delicados como los de un niño.
Multitud de discípulos continuaron pintando con su estilo, sin genio ni apenas buen gusto. Es curioso que, aun trabajando a su lado y desarrollando sus mismos proyectos, el color varíe de un modo tan enorme entre las partes ejecutadas por Rafael y las que pintaban sus discípulos; que lo que era noble y brillante al ser pintado por mano de Rafael se convierta en algo muy distinto cuando lo ejecutaban Julio Peppi, llamado Julio Romano, o el desdichado Penni, y hasta Juan de Udine y Pierin del Vaga.

En una sola cosa estos dos últimos fueron dignos continuadores de Rafael: en el arte de los estucos y fantasías decorativas llamadas grutescos, como las que su maestro proyectó para las galerías del patio de San Dámaso. Juan de Udine decoró otro piso del mismo patio con verdadera originalidad y gracia. Pierin del Vaga recubrió de motivos rafaelescos una escalera del Palacio Doria, en Genova que es un encanto de color.

Pero al querer hacer cosas más grandes, como Julio Romano en el Palacio del Té, en Mantua, se alejan del clasicismo de Rafael y realizan composiciones que corresponden ya al gusto del manierismo, que no son merecedoras -sin embargo- del desprecio que por ellas sentían los familiares de Miguel Ángel, quienes ya juzgaban cosa vituperosa la última estancia (la del incendio del Borgo), que los discípulos de Rafael ejecutaron por completo.
arte renacentista
Fedra Inghiramí de Rafael (Galería Pitti, Florencia). Mientras trabajaba en los frescos del Vaticano, Rafael también se dedicaba a los retratos. La imagen del bibliotecario del papa está a medio camino entre el dramatismo compasivo y la caricatura despiadada.

Arte del Renacimiento

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