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Historia del Arte

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Signorelli y Miguel Ángel (II)

Por fin, dice a Juan de Pistoia, su amigo, a quien dirige un soneto donde cuenta los trabajos que pasó en esa inmensa labor: «Defiende ahora tú mi pintura y el honor de mi nombre, no siendo el sitio a propósito y no siendo yo pintor». La bóveda de la Capilla Sixtina no tuvo necesidad de apologista; desde el primer día, Roma entera, y desde entonces toda la humanidad, se han mostrado unánimes en reconocerla como uno de los más grandes triunfos del esfuerzo humano. Fue inaugurada el día de Todos los Santos de 1512. Julio II quiso celebrar aquel día la misa de pontifical en la capilla. Son interesantes las últimas anécdotas que cuenta Vasari de los coloquios del Papa terrible y Miguel Ángel después de la inauguración. Quería el Papa que la bóveda se enriqueciera aún de colores vivos y toques de oro, a lo que respondió Miguel Ángel que los patriarcas y profetas allí pintados «no fueron nunca ricos, sino hombres santos porque despreciaron las riquezas».

Veinticinco años más tarde, Miguel Ángel volvía a entrar en la Capilla Sixtina para pintar por orden de otro Papa, de la familia Farnesio, la gran pared del fondo, donde el Perugino había representado las escenas de la vida de Moisés. Aquellas composiciones, demasiado pequeñas, contrastaban como miniaturas con el enjambre gigantesco de la bóveda. Si en lo alto Miguel Ángel figuró los orígenes de la humanidad, en la pared del fondo creyó que debía representar el último acto de la humana tragedia: el Juicio Final. Es interesante que en la decoración de la Capilla Sixtina no haya la menor alusión al Calvario.

Parece como si Miguel Ángel no quisiera acordarse de la Redención, que también podía beneficiar a los malos de su tiempo. Trabajó en el Juicio Final seis años, y fue inaugurado el día de Navidad de 1541. La composición es verdaderamente magnifica de pensamiento; en lo alto, en el centro, el Salvador, a modo de Júpiter antiguo, lleno de fuerza levanta la mano para juzgar a los réprobos, que se ven caer en largos racimos dantescos; son figuras colosales que imploran gracia, aterradas por aquel solo gesto de la divina majestad. Abajo, en su barca, repleta de almas condenadas, Caronte se apresta a atravesar la laguna Estigia. Al lado de Cristo está la Virgen en actitud suplicante; a ella acuden con la mirada los humanos pecadores, ella es la única que puede servirles de intercesora con el Señor de la tierra y de los cielos. En lo más alto, grupos de ángeles llevan los atributos de la Pasión, motivo del enojo que muestra el Salvador, porque, ni aun con su propio sacrificio, ha podido redimir a la humanidad.

Durante cuatro siglos se ha admirado el Juicio Final, pero con reservas. El Aretino lo discutió desde Venecia en cartas casi injuriosas para Miguel Ángel. «Yo -decía- escribo, es cierto, las cosas más impúdicas y lascivas, pero con palabras veladas y decentes, mientras que vos tratáis un asunto religioso tan elevado sin ninguna vestidura, ángeles y santos como desnudos mortales». Es muy probable que otras reclamaciones de este estilo obligaran al pintor a encubrir con mantos o gasas algunos de los cuerpos más venerables de la gran composición, como el de Jesús, y acaso también el de María que por su gesto parece dibujado para representarlo sin vestiduras.

En el Juicio Final, la actitud y el gesto de Cristo imprimen al conjunto un marcado sentido rotatorio. Todos los grupos de los diferentes personajes se ven arrastrados por ese movimiento de rotación, y el dinamismo que se desprende del conjunto resulta incluso abrumador. La composición de esta nueva gigantomaquia no es tan simpática como la de la bóveda, llena de sentimientos más amables. En el Juicio Final se repite una sola forma: la del cuerpo humano agigantado, estirado. Parece como si Miguel Ángel, ya anciano, volviera a sentirse escultor, aun pintando: le interesa el hombre como organismo, máquina perfecta de músculos, huesos y tendones.

Sin embargo, se impone una rectificación. Los tiempos actuales propenden a estimar más el Juicio Final a pesar de lo que tiene de estridencias y disonancias, que la bóveda de la Capilla Sixtina, subdividida por arcos y compuesta como un pabellón donde se han extendido tapices de valor individual enorme, pero sin decorar la bóveda en su forma natural, mientras que el fresco del Juicio Final abarca la pared desde el suelo al techo.

pinturas del renacimiento
Capilla Sixtina (Vaticano, Roma).

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