Mucho más cerca que de El Greco está Maino de los caravaggistas claros, como Gentileschi. Pero si El Greco no fue imitado y traicionado por sus discípulos, como todos los genios, de la pintura o de cualquier campo espiritual, porque no los tuvo, eso no le ha librado de plagios y falsificaciones y de que se atribuyan a él, a su taller y a su escuela los mamarrachos más escandalosos y los lienzos más negruzcos e ininteligibles.
Sabemos del taller de El Greco por la visita que, en 1611, le hizo Francisco Pacheco, que vio allí «una alacena de modelos de barro de su mano para valerse de ellos en sus obras». Ya hemos apuntado que se trataría de pequeños maniquíes, como los que usaba Tintoretto para ensayar los pliegues de las túnicas y mantos de sus personajes, sistema que contribuye a explicar, además de las razones estilísticas que siempre serán las primordiales, el gran tamaño de esos drapeados, sobre todo en las pinturas de la última época de Theotocópuli (Visitación de Dumbarton-Oaks); pero igualmente puede tratarse de auténticas esculturas (por el estilo de la de Cristo resucitado del Hospital Tavera) de algunos de esos tipos de personajes, sobre todo angélicos, que el pintor emplea repetidas veces en combinaciones y colocaciones diversas.
También vio Pacheco, «lo que excede a toda admiración, los originales de todo cuanto había pintado en su vida, pintados al óleo en lienzos más pequeños, en una cuadra (aposento) que por su mandato me mostró su hijo». Con este pequeño «museo», el pintor trataría, no sólo de salvar de las lagunas de su memoria los cuadros ejecutados y perdidos, sino de establecer una suerte de «catálogo» o «muestrario» en el que curas o priores pudiesen elegir el modelo para la obra que querían encargar. Esto coincidiría con el aspecto técnico, y no «inspirado», que hemos tratado de subrayar en El Greco, capaz de repetir hasta la muerte los mismos temas, sin fatiga por él ni, lo que es más raro, para los clientes.
Del modo de trabajar de El Greco nos dan buena idea otras noticias de Pacheco. «¿Quién creería que Domenico Greco trajese sus pinturas muchas veces a la mano y las retocase una y otra vez para dejar los colores distintos y desunidos y dar aquellos crueles borrones para afectar valentía? A esto llamo yo trabajar para ser pobre». El Greco se adelanta a su tiempo en lo que pudiéramos llamar «coquetería de lo inacabado», que apenas comienza a apreciarse medio siglo después (Velázquez, Hals), aunque ya sentaran sus bases, en Venecia, Tiziano y Tintoretto; pero, además, con esos «crueles borrones», manchas y líneas de negro puro, trata de aguzar los colores y hacerlos brillar como en los plomos de una vidriera. El contraste con el negro aclara los tonos, sobre todo si esa negrura los recorta sin piedad; y El Greco tiene el sistema, jamás visto, de hacer montar el negro o los colores unos sobre otros, para exacerbar su contraste y para que el dibujo no los separe.
En realidad, dibuja con el color. Por eso, cuando Pacheco le plantea la consabida cuestión de las Academias, de si es más difícil el dibujo o el colorido, esperando la respuesta correcta de un pintor bien educado, El Greco le asombra respondiendo que el color, «opinión singular», que “no es tanto de maravillar como oírle hablar con tan poco aprecio de Miguel Ángel (siendo el padre de la pintura)…”. En realidad, una y otra frase concuerdan: Miguel Ángel, que puso el dibujo tan por delante del colorido, «no supo pintar», según El Greco.
De aquí arranca una reputación de singularidad, de extravagancia. «En todo fue singular, como en la pintura», escribe Pacheco de El Greco. Y Martínez añade:»Fue de extravagante condición, como su pintura». Con Palomino, en el siglo XVIII la leyenda de la extravagancia de El Greco alcanza sus razones: «Viendo que sus pinturas se equivocaban (confundían) con las de Tiziano, trató de mudar de manera, con tal extravagancia que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo como en lo desabrido del color». Es fatal que los mediocres tengan que explicar siempre lo que no entienden con razones de su misma vulgaridad, jamás ajena a envidias e intereses. De parecida manera se ha intentado explicar el oscuro y sublime estilo del Polifemo o las Soledades de Góngora, uno de los primeros en cantar las alabanzas de El Greco «que dio espíritu a leño, vida a lino».
Resurrección de Cristo de El Greco (Museo del Prado, Madrid). Obra pintada entre 1605 y 1610, que refleja su apasionado misticismo exacerbado por el clima de Toledo. Contrariamente al Retrato de un pintor y al San Ildefonso escribiendo, no existe aquí ninguna preocupación verista, sino el gusto por un arte muy querido, por poner de relieve con la verticalidad de la tela, la de la figura que se retuerce y se eleva en el espacio disolviéndose en la luz. La composición es plana, con desprecio por la perspectiva.