Si con la repetición de sus temas, El Greco hubiera podido asegurar su clientela, con la constante renovación a que los sometía tenía que desorientarla, como a Pacheco, que entendía más de pintura que los frailes y monjas de Toledo. En sus últimos años pinta poco, a pesar de sufrir, como siempre, apuros económicos. En 1609, el artista reconoce deber a su amigo el doctor Angulo la suma de 5.859 reales, que le ha prestado. Pero no repara en gastos.
Un documento de 1610 revela que paga por el alquiler de su inmensa casa medio vacía 1.244 reales; en 1612, Jorge Manuel adquiere en su nombre una bóveda para panteón familiar en la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, comprometiéndose a poner un altar para el cual El Greco pintará la más bella versión de la Adoración de los pastores (Prado). Es probable que la salud del anciano no le permitiera sostener largo tiempo el esfuerzo de sus últimos óleos, cada vez más grandes, más enérgicos, de pinceladas más liberales. Acaso prefiere pintar para sí mismo.
Esa sería la más bella explicación de su único cuadro mitológico, el Laocoonte, suerte de martirio pagano, en el que el viejo artista ha volcado su más alquitarada espiritualidad. Laocoonte, sacerdote de Neptuno, advirtió á los troyanos que no debían dejar entrar en la ciudad el funesto caballo de madera, que había de ser causa de su ruina; fue castigado por Apolo a morir, él y sus hijos, de la mordedura de dos serpientes.
Un tema que está en la raíz del manierismo, a cuya eclosión contribuyó desde que, en 1506, se descubrió en una viña romana el famoso grupo escultórico, hoy en el Vaticano, que entusiasmó a los artistas: un tema con desnudos, serpientes, cultura libresca, sentimiento sublime.
Al atacar este tema, El Greco parece hacer un resumen de su vida: educación helenística, aprendizaje veneciano (el hijo de Laocoonte es aquel esclavo del Milagro de San Marcos de Tintoretto), estatuas romanas, aunque estremecidas por un pálido fuego que les da una realidad fantasmagórica, y, para finalizar, un enorme paisaje de Toledo, ante cuya Puerta de Visagra espera el caballo de Troya. ¿Daría El Greco a este cuadro un carácter de emblema personal? ¿Se sentiría un poco el Laocoonte toledano, condenado a la envidia, a la oscuridad, al olvido igual que todos los genios que alcanzan a ver (como Tiziano, Rembrandt, Hals y Goya) el triunfo de un arte mediocre, contra el que de nada sirven sus avisos?
Si los encargos no parecen abundar, tampoco el pintor se da prisa en realizarlos. En 1607 ha firmado un contrato que le obliga a terminar las pinturas de la capilla de Isabel de Oballe, en la iglesia de San Vicente, inacabadas a la muerte del poco conocido pintor Alejandro Sémino; en 1608 suscribe otro contrato con el Hospital Tavera para la ejecución de tres altares, uno mayor y dos laterales, contrato muy semejante al primero que tuvo en Toledo. En 1614, cuando apenas ha concluido dos cuadros para la iglesia de San Vicente y todavía le queda mucho para acabar los de Tavera, le sorprende la muerte.
Estas obras electrizadas, descoyuntadas, tienen el significado de testamento artístico. ¡Qué camino recorrido desde la triunfal y apolínea Asunción de Santo Domingo el Antiguo y esta nueva Asunción de San Vicente (Museo de Santa Cruz), toda nube, ritmo y subida! El Greco ha vuelto a centrar el lienzo con la «columna salomónica» del Entierro del conde de Orgaz, apoyada ahora en un ramo de rosas y azucenas, emblema virginal, entre los demás símbolos (fuente, torre, puerta, espejo…) de un nocturno paisaje toledano, trascendido de alma; sobre esas flores se agitan los pies de un ángel enorme, desplegando sus alas negras y grises y sosteniendo las plantas de la altísima «Asunta», cuya cabeza roza ya casi la blancura del Espíritu Santo.
Nunca El Greco voló más alto que en esta composición ascensional, pero no con la rápida y brusca subida del Resucitado (Museo del Prado), sino con la majestuosa pesadez de un cuerpo mortal, aunque inmaculado. En la pequeña Visitación del mismo altar (Dumbarton Oaks, Washington), el esquematismo del artista alcanza su más concentrada expresión: una puerta, dos mantos, unos cuantos reflejos y mucha alma.
De los cuadros pintados para el Hospital Tavera, queda in situ un Bautismo de Cristo que repite, desequilibrándolo, haciéndolo palpitar, chisporrotear, el esquema del pintado diez años antes para el Colegio de doña María de Aragón. Se cree que el más extraño cuadro de El Greco, aunque también uno de los más bellos, el llamado Apocalipsis (que procedente de la Colección Zuloaga emigró, lamentablemente, hacia la ciudad de Nueva York no hace muchos años), perteneciera a ese conjunto, inconcluso al fallecer el artista.
El 31 de marzo de 1614, Domenico Theotocópuli encarga a su hijo, como heredero universal de sus escasos bienes (hoy serían inapreciables: más de doscientos cuadros…), de proveer a las formalidades de su testamento y exequias. Fallece una semana después, el 7 de abril, como buen cristiano. Se le entierra honorablemente en Santo Domingo el Antiguo, con una grave pompa semejante a la de su cuadro del señor de Orgaz…
Pero hasta después de muerto habrá de chocar El Greco con bajos intereses materiales; hay desavenencias entre el heredero y la fábrica y, en 1618, los restos del artista abandonan la iglesia que inmortalizaron sus pinceles. ¿Los sepulta Jorge Manuel con los de su segunda esposa en la iglesia de San Torcuato? Es probable; pero esa tumba se ha perdido, como se pierde también poco después todo rastro de la familia Theotocópuli: Jorge Manuel muere en 1631. En 1622, el hijo de este último, Gabriel, ha tomado con el apellido materno de Morales, el hábito de San Agustín, y nada más sabremos de él.
Quedan un par de sepulcros literarios que dos grandes poetas consagran a su admirado amigo: esa urna “de pórfido luciente, dura llave / (que) el pincel niega al mundo más suave..”que Góngora le dedica, con la inscripción de Paravicino:»Creta le dio la vida y los pinceles / Toledo, mejor patria donde empieza / a lograr con la muerte eternidades».
Detalle de la Adoración de los pastores (Museo del Prado, Madrid), pintada por el Greco entre 1612 y 1614. En esta composición circular, tan dinámica, la luz parece salir realmente de cada una de las figuras en éxtasis para fundirse en un cromatismo fabuloso. El Greco pintó esta tela con el fin de que fuese colocada sobre su propia tumba, en Santo Domingo Antiguo de Toledo, para cuya iglesia había realizado sus primeras obras al llegar a España.