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Historia del Arte

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Toledo y el Greco

El Greco alquiló, en 1585, una mansión lujosa en las llamadas «casas principales» del marqués de Villena. Su morada sería semejante a la hoy visitada con el nombre de «Casa de El Greco», aunque ésta no sea la auténtica. Se hallaba en el mismo barrio, cerca de la ex sinagoga del Tránsito, asomada a los peñascales del Tajo. Consciente de su genio, el pintor quería vivir como un caballero.

La leyenda de un Greco extravagante y solitario, errando como un espectro por una ciudad desierta, es de estilo romántico y muy posterior a la muerte del artista, nada «maldito» en una sociedad de humanistas y eclesiásticos, mucho menos indiscreta que la corte en investigar ese nacimiento que Theotocópuli nunca explicó, ni en remontarse por los antepasados del pintor para averiguar la vejez de su cristianismo. Ciudad cosmopolita, como Venecia, Toledo contaba con vecinos de muy diversas patrias: alemanes, franceses, húngaros, italianos, griegos y hasta turcos.

Con sus 80.000 habitantes (crecida población en aquella época) podía pasar por urbe. Y El Greco «entró en esta ciudad con gran crédito, en tal manera que dio a entender que no había cosa en el mundo más superior que sus obras» Jusepe Martínez).

Pronto fue amigo de los hermanos Covarrubias, hijos del célebre arquitecto: Diego, que llegaría a presidente del Consejo de Castilla, ya obispo de Cuenca, y su hermano Antonio, luego canónigo de la Primada. Ambos, humanistas, letrados en el concilio de Trento, tíos de los emblemistas Horozco y Covarrubias, miembros esclarecidos de una élite en la que un «filósofo de agudos dichos» (Pacheco) y representante de la cultura griega, pasado por Italia, había de ser bien recibido.

Algo del mecanismo de alusiones simbólicas propio de la agudeza en boga en ese tiempo se rastrea en nuevas versiones de los asuntos repetidos por El Greco, la Expulsión de los Mercaderes, tema glosado por los relieves de la expulsión del Paraíso o del sacrificio de Abraham pintados en el fondo (Colección Frick de Nueva York y Galería Nacional de Londres), o la Anunciación con sus accesorios de flores o zarza ardiente (encarnación virginal), de canastillo con lenzuelo y tijeras (trabajo), de libro abierto (plegaria y estudio; Vilanova i la Geltrú y otros lugares). Hasta un retrato de caballero toledano, el de la mano sobre el pecho (Prado), puede explicarse como un símbolo de arrepentimiento, en relación con los «Ejercicios espirituales» de San Ignacio de Loyola.

El Greco pinta muchos retratos de esa ilustrada sociedad de amigos y admiradores suyos: el licenciado Cevallos, el doctor Gregorio de Ángulo, el doctor De la Fuente, el rejero y tratadista Villalpando, Hernando de Ávila… Unos perdidos y otros ocultos bajo el marbete de «Caballero desconocido». En esos cuadros, el pintor concentra todo el interés en la faz del personaje, como vio hacer en Venecia a Tintoretto y Bassano, pero con una técnica de plena libertad, que se adelanta a Frans Hals en sus grandes y sueltas pinceladas ocres y grises. Sobre sus almidonadas lechuguillas, en cuyos pliegues se retuerce con brío el pincel del artista, esas caras siguen viviendo y de sus ojos salta esa chispa inmediata de calor humano, que desmiente el afectado “sosiego” de los elegantes de la época.

Aunque sea difícil establecer preferencias entre esos retratos que son sin lugar a dudas magistrales, cabe destacar los del caballero canoso del Prado, ejemplo de nobleza y desengaño en su clara mirada; de un pintor joven (acaso Jorge Manuel; Museo de Sevilla) de ojos negros y gesto cordial; del predicador y poeta fray Hortensio Félix Paravicino (Museo de Boston), con sus libros y rasgo de intelectual; y del cardenal Niño de Guevara (Nueva York), semejante en sus púrpuras a un gran tulipán del que brota, inquieta e inquietante, la mirada a través de los anteojos.

Para convivir con esa élite, morigerada de costumbres, pero que no repara en gastos, pues nada hay para ella peor que ser mezquino, El Greco vive ricamente, por lo que desde el primer momento contrae deudas ya que sus encargos no dan para financiar el estilo de vida de caballero adinerado que pretendía llevar. Según escribe Jusepe Martínez, «ganó muchos ducados, mas los gastaba en demasiada ostentación de su casa, hasta tener músicos asalariados para, cuando comía, gozar de toda delicia».
el greco
San Sebastián de El Greco (Museo del Prado, Madrid). Obra intensamente dramática pintada entre 1610 y 1614. Se dice que el pintor hacía modelos en cera que copiaba después en sus telas; desde luego, sus alargamientos tienen la flexibilidad de la cera y su misma calidad irreal. En este santo, atado al poste del martirio, el pintor volcó su más exasperada técnica expresionista para conseguir un patetismo tremendo, que va más allá de lo humano. El torbellino de nubes del fondo coloca a la figura en un espacio aislado, real e irreal a un tiempo.

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