Bien diferente es el caso, comparado con Francia, Alemania y España, de Italia, cuya tradición dominaba con gran fuerza todavía. Y es que demasiado fuerte y profunda era la huella del barroco en Italia para posibilitar la penetración en aquel país de esta nueva versión de las concepciones barrocas. Pero con el espíritu «rocalla» se relacionan directamente, sin duda, las esculturas de Giacomo Serpotta en San Domenico de Palermo (1714-1717), o, también, de Francesco Queirolo en San Severo de Sangri, en Nápoles.
Lo más realmente rococó se realizó en aquel país, sin embargo, en Turín y en el real palacio napolitano de Caserta, en la decoración de salones regios, y también a través de un aspecto que es muy típico del arte «rocalla», el de su aplicación a la porcelana, y que en Italia gozó de muy buena aceptación. Es el caso del salón revestido de adornos de aquella materia, con motivos chinescos, que originariamente estuvo en el Palacio de Capodimonte y después se reconstruyó en el de Portici.
Es un alarde de la fábrica de porcelana fundada en 1743, en Capodimonte, por el rey Carlos III de España cuando lo era de las Dos Sicilias, y es muy parecido a la sala que, por iniciativa del mismo monarca, se halla en el Palacio de Aranjuez, también con escenas chinescas y motivos de frutas, guirnaldas y cestas.
Dirigió la decoración de ambas salas (la napolitana y la española) la misma persona, Giusseppe Gricci, primer modelista de Capodimonte, como después lo fue de la fábrica madrileña del Buen Retiro. En la realización de la mencionada obra napolitana fue asistido por Johann Sigismund Fischer y por Luigi Restile. La razón de que esta misma idea se repitiera en España fue la traslación de la porcelanería de Capodimonte a Madrid, en 1759, por orden del rey Carlos, sucesor en España de su hermano Fernando VI.
En cambio, la sala que el mismo rey hizo elaborar e instalar en Madrid, en el Palacio Real de Oriente, entre 1765 y 1770, combina ciertos diseños decorativos del rococó con temas ya enteramente neoclásicos.
Más específicamente dentro del estilo que aquí se comenta son algunos techos y adornos murales datados hacia 1725 o 1730 (cuya autoría seguramente habría que atribuir a un autor francés) que existen en el palacio de San Ildefonso de la Granja, y, de época posterior, la Sala titulada de Gasparini, en el Palacio Real de Madrid.
Rastros inequívocos del estilo rococó se pueden señalar en un país ciertamente alejado de Francia, como es el caso de Suecia, en el ornato interior aplicado a algunas residencias. En cambio, no se conoce ningún ejemplo claro de ello en un país del que apenas le separan unos kilómetros de océano, como Inglaterra. Allí, aquel estilo influyó tan sólo en aspectos del arte aplicado, como son el mueble y las porcelanas, quedando reducido prácticamente a la categoría de anécdota y de capricho artístico; y en lo que respecta a su reflejo en el mobiliario este influjo fue ciertamente muy parco, aunque se ejerció de un modo consciente a mediados del siglo, a través del constructor y proyectista de muebles Thomas Chippendale.
De la serie de grandes mueblistas ingleses del siglo XVIII, él fue, en realidad, el único que aplicó algunos motivos de pura inspiración «rocalla» en sus muebles de asiento, sin que por ello hubiera de perturbar las reglas de su personal estilo, en el que siempre rehuyó el exceso de adorno. Según puede uno cerciorarse hojeando su famoso álbum de proyectos: The Gentleman and Cabinet-Maker’s Director (editado por primera vez en 1754), a Chippendale lo que en los muebles le interesaba era la solidez y la elegancia de líneas; sus respaldos incurvados y a menudo con entrelazos de curvas, nunca rebasan la norma de una sobria estética. A pesar de todo, algunas veces emplea motivos rococó, como también, cediendo a otra moda de su tiempo, emplea motivos chinescos.
Pero no es en lo de Chippendale donde se puede hallar el mueble rococó más característico, sino en ejemplares de cómodas y bureaux de ciertos ebanistas franceses de mediados del siglo que trabajaron para Luis XV, como Charles Cressent, y, sobre todo, en los proyectados por otro francés que ya ha sido mencionado, el decorador y arquitecto de la corte de Baviera, François Cuvilliés.
Palacio de Caserta, de Luigi Vanvitelli (Nápoles). Instalada definitivamente en Nápoles la corte borbónica de Carlos I, el heredero legítimo de Felipe V, se encargó en 1752 una residencia real que emulara por una parte la ostentosa grandilocuencia del palacio de Versalles y la estructura espacial del palacio del Buen Retiro de Madrid, donde el rey había pasado su infancia. Activamente implicado en el proyecto, el rey quiso imponer en su estilo decorativo el culto a la ligereza y a joie de vivre cortesana, con todos los lujos, como se constata en el pomposo boudoir de la reina, dotado con una bañera de oro y unos frescos de temática erótica.