En sus inicios constituyeron Roma los pobladores de las famosas siete colinas, que, durante los siglos VII y VI a.C., vivieron bajo el dominio de los reyes etruscos. Por consiguiente, durante el período de la monarquía, Roma se integra de lleno en el ámbito de la cultura etrusca.
Ya en el siglo V, tras producirse el cambio de un sistema monárquico a otro republicano, Roma empieza a definir su propia personalidad y su voluntad hegemónica, que se traducirá en una serie de guerras contra los pueblos vecinos y en el inicio de un largo proceso de expansión como resultado del cual obtendrá el dominio de Etruria y, posteriormente, el de la Magna Grecia.
Es a partir de entonces cuando Roma se abre por completo a las influencias griegas, siendo muy numerosos los artistas de origen griego que se establecen en la ciudad. Las experiencias artísticas y los intercambios que se registran a lo largo de todo este período sugieren ya la existencia de procesos de síntesis y la de gustos específicamente romanos, así como de ideas propias en torno al hecho artístico.
A finales del siglo II a.C, Roma era ya el mayor centro de poder de todo el área mediterránea, superando incluso a las grandes ciudades helenísticas. Por consiguiente, las experiencias artísticas que se desarrollaban en su seno ejercerían desde aquel momento una considerable influencia en todo su entorno y se convertirían en el patrón de un nuevo arte, que no se limitaba a recrear y a reproducir los esquemas del arte griego, sino que, asociado al ejercicio del poder y a la voluntad hegemónica de Roma, resultaba una creación original.
La evolución ulterior del arte romano plantea otra cuestión de extrema importancia para definir su verdadera identidad e incluso su autenticidad. Hay que referirse a las influencias que llegarán a la metrópolis desde las provincias y aun desde los confines del Imperio, enriqueciendo y ampliando todavía más las bases sobre las que se había asentado su desarrollo inicial.

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