Para plantear el tema de los orígenes del arte romano hay que referirse en primer lugar al marco geográfico e histórico en el que se produce la extensión del dominio de la propia ciudad de Roma, tanto a lo largo de la península Itálica como a lo ancho del mar Mediterráneo.
A medida que Roma va extendiendo su influencia y sus dominios, entra en contacto directo con la civilización etrusca, cuyos focos principales se localizaban al norte del Lacio, y con la población griega del sur y de Sicilia.
Sin olvidar la importancia del dominio cartaginés, con el que los romanos debieron enfrentarse para que el Mediterráneo llegara a ser el Mare nostrum, puede afirmarse que esta doble filiación etrusca y griega determina los orígenes del arte romano propiamente dicho.
La cultura etrusca, como la cultura ibérica, es el resultado del cruce de influencias diversas, entre ellas la de Grecia, sobre el sustrato acumulado indígena de los pueblos mediterráneos. Así pues, Roma recibe, por una parte, una influencia griega directa, pero por otra parte recibe también una influencia indirecta de Grecia a través de la cultura etrusca.
Por consiguiente, cuando Roma acoge determinadas influencias etruscas, recoge ya los frutos de una primera asimilación autóctona de la cultura griega, especialmente manifiesta en los tipos arquitectónicos. Por otra parte, y sobre todo a partir del siglo II a.C, tras la conquista de Siracusa, añadió una creciente influencia directa de Grecia, la cual se manifestó de forma preferente en las artes plásticas.
A partir del momento en que se avanza hacia la síntesis entre las tradiciones etruscas y ciertos aspectos del arte griego es cuando puede hablarse de cultura y de arte romanos propiamente dichos, aunque para ello también era preciso que Roma tuviera entidad, fuerza y energías suficientes como para asimilar y hacer suyo el legado de otras culturas. La leyenda fija en el año 753 a.C. la fundación de la ciudad de Roma por Rómulo y Remo.