Hacia la mitad del siglo II d.C, el Gobierno imperial había establecido en el mundo romano una red perfecta de vías de comunicación, que atravesaban los Alpes y llegaban a la Germania y las Galias, y de allí a la Bretaña y España, y que le permitieron exportar su civilización.
Por eso en la actualidad se encuentran sus teatros, sus termas, sus circos y sus puentes, en sitios increíbles, diseminados por todo el occidente de Europa, el Oriente Próximo, y medio enterrados en el desierto africano.
Pero la Roma monumental y poderosa debía mirar con cierta envidia a la más espléndida de sus provincias: el Oriente. En el país clásico de la arquitectura, los campamentos, en las fronteras del desierto, son magníficos. Todas las ciudades de Siria se reconstruyeron casi en la época romana; las provincias de Asia eran las más florecientes del Imperio.
Para asegurar la dominación romana en las fronteras de Oriente, los emperadores contribuyeron a levantar en medio del desierto dos ciudades, Baalbek y Palmira, con suntuosidad tal que sorprendieron a los mismos asiáticos. De este modo, en contacto con las ciudades romanizadas y los establecimientos de las legiones, en Siria y Mesopotamia vivían pueblos semíticos que conservaban con bastante fuerza su sentido racial.
Por esto, el arte de los árabes nabateos no se localizó sólo en Petra, sino que se extendió hacia el Norte, hasta las imperiales Baalbek y Palmira, donde construyeron también sus tumbas y se representaron, además, los difuntos en estelas y bustos con inscripciones siríacas y vestidos con los trajes característicos de los orientales.
El arte clásico en aquellas esculturas ha dado sólo la técnica: el gesto y la expresión son completamente exóticos al arte romano. A su vez, vehículos de introducción de estilos artísticos en Roma eran los cultos extranjeros, que se iban infiltrando ya desde los últimos tiempos de la República. De Egipto, por ejemplo, llegaron los cultos de Isis y Serapis, traídos por los veteranos de las guerras civiles.
Mientras las provincias iban elaborando las nuevas ideas y las modas que invadían hasta la misma capital, el arte oficial del Imperio fue evolucionando desde Septimio Severo a Constantino. El primero construyó en Roma una gran fuente al pie del Palatino, llamada Septizonium, que no se derribó hasta el siglo XVI.
Del Septizonio se han conservado muchos dibujos y referencias escritas, y se sabe que era una simple construcción sin esculturas, cuyo único valor debía de ser la monumentalidad de su enorme fachada.
Pero además quedan en Roma, del propio emperador, dos arcos triunfales: uno en el Foro, decoradísimo, aunque con relieves que casi parecen medievales y difícilmente se creería que fuesen, como en realidad lo son, de los primeros años del siglo III. Igualmente sorprendentes son los relieves del llamado arco de los Plateros, en el foro Boario, que los cambistas de Roma levantaron en el año 204 en honor del propio Septimio Severo.