Presentarle un espejo fiel a la naturaleza. Esta fue una de las reglas de todo el teatro de la época; siendo fácil de entender que semejante deseo, que en algunos casos se convertía en furor, estaba de acuerdo con la conquista de aquella misma naturaleza, es decir, del mundo que por aquellos días se llevaba a cabo.
Sólo que el teatro, por tener que condensar todo lo que es humano —tanto lo hermoso como lo feo— en el espacio de unas pocas horas, tiene forzosamente que proceder por escorzos, por síntesis.
El resultado de todo ello fue una plenitud dramática más exasperada que la natural; una pasión que siempre supere en algún grado lo normal.
Pero esto, se nos podría decir, es una constante del teatro; lo que importa, como dice Shakespeare por boca de Hamlet, es dejarse guiar por la discreción.

De todas formas, en el teatro isabelinod, el actor asumió un papel muy destacado, dando lugar a un auténtico profesionalismo, lo que significa que los actores se organizaron en compañías formadas por una docena de individuos y regidas por reglas precisas, lo mismo que una sociedad comercial, debiéndose sólo añadir que todos eran varones, porque las mujeres nunca fueron admitidas para actuar, por lo que los más jóvenes de ellos interpretaban los papeles femeninos, adecuadamente maquillados.
Este fue sin duda uno de los límites impuestos a la interpretación en la época que nos ocupa.