Esta llamada hombría, con todo el orgullo que comportaba, fue exacerbada por el hecho de que España, una vez realizada la unificación de los distintos reinos que la componían por obra de los Reyes Católicos, se encontró dueña del mundo, o por lo menos de un Imperio en el cual nunca se ponía el sol.
La empresa española de ultramar (sobre todo la conquista de México y Perú) habían enorgullecido al ciudadano español de una manera desmedida.
Todo hombre, por muy humilde que fuera, que hubiera participado gloriosamente en cualquier empresa de la conquista, se convertía en hidalgo, o sea en hijo-de-alguien, en contraposición al hijo-de-nadie, o sea la gente del pueblo.
Tanto los aventureros como los exploradores, regresaban a España colmados de honores y de gloria, de modo que el número de hidalgos crecía sin cesar.
Las empresas guerreras ennoblecían a quienes participaron en ellas; la Iglesia, que seguía las expediciones ultramarinas con funciones misioneras, daba el espaldarazo definitivo a este tipo de nobleza.
España estaba llena de gente con dos o tres apellidos (que servían para distinguir con precisión la propia ascendencia, el parentesco) y un pasado bélico, más o menos limpio, al servicio del emperador y de la Iglesia.