Lope de Vega representa como ningún otro al hombre español de su siglo, con toda sus grandezas y su orgullo (algunas veces un loco orgullo), con su generosidad y sus flaquezas y desdichas.
Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, El castigo sin venganza, Peribáñez y el Comendador de Ocaña, El perro del hortelano, El villano en su rincón, El mejor alcalde el Rey, La dama boba son tan sólo algunos de sus títulos más famosos.
Su punto de partida casi siempre es una ofensa causada por alguien al sentimiento del honor.
Un amor contrastado, los abusos de un gobernador, la honradez de un alcalde, un pueblo que se rebela justamente contra el poder: estos son, en líneas generales, sus argumentos, que además de sus valores artísticos, nos muestran de manera convincente cuales eran los problemas de la España de aquel tiempo, de la España barroca; o sea de que el gran conflicto que acompañó primero su encumbramiento y después su decadencia, fue, sobre todo por un lado, un conflicto entre la vida como religiosidad y la vida como acción, y entre sentimientos privados y sentimientos colectivos y públicos, por otro.
Lope es el intérprete más autorizado de esta historia interior de la nación. Y lo es precisamente porque nunca olvida darnos de cada sentimiento, incluso de los más nobles, su inmediata interpretación a nivel popular.
Sus reyes y alcaldes son justos siempre que representan y encarnan una manera de ver las cosas específicamente española; siempre que juzgan y resuelven las cuestiones basándose en la tradición del honor y del hombre.
Es en este sentido en el que Lope, dividido entre la Edad Media y los significados de su tiempo, intenta unificar y fundir en un solo resultado dos formas opuestas de sentir.
No puede decirse que siempre lo consiga, pero siempre que lo logra penetra vivamente en la realidad española.
De modo que a su muerte, ocurrida en 1635, el teatro español pudo apoyarse en su obra como si se tratara del robusto tronco de una encina.