Estas son las condiciones dentro de las cuales se desarrollará el gran teatro español. Pero antes de ocuparnos de él tenemos que volver atrás.
A pesar de que, como ya hemos dicho, existen pocos textos españoles medievales, sabemos que en España ocurrió algo muy parecido a lo que ocurrió en los demás países; el teatro era un fenómeno eminentemente popular.
Representaciones sacras (llamadas autos sacramentales) alternaban con representaciones jocosas (como las llamadas disputas-, del agua y del vino, del alma y del cuerpo, etc.) que son verdaderas farsas.
Pero incluso en la farsa y las disputas estaba siempre presente el sentido de la muerte (la muerte es otro gran personaje de la literatura española).
Como dijo Menéndez y Pelayo, la obsesión de la muerte dio origen a la pesadilla universal que fue el siglo XIV, creando un género de representaciones históricas, con danzas de epilépticos y de gente convulsionada que llenaba con lúgubres y tremendos gritos el silencio de la noche y la pavorosa paz de los cementerios.
Un primer paso sólo se dará cuando en el siglo siguiente, también lleguen a España los aires renovadores del Renacimiento.
En España, el movimiento renacentista ofrece dos épocas: un primer Renacimiento, que se produce en el curso del siglo XV, y la plenitud de la nueva corriente, que abarca todo el XVI.
La primera supone más bien un mero barniz de carácter humanista, y da lugar a obras que participan al mismo tiempo de la tradición medieval y de las influencias procedentes de Italia.
La segunda etapa, en la que el Renacimiento adquiere ya profundidad y carta de naturaleza, se divide, a su vez, en otros dos períodos: el reinado de Carlos I y el de Felipe II, que coinciden, con bastante exactitud, con las dos mitades del siglo XVI.
En efecto, equivalen, respectivamente, a un momento netamente europeo y a una reacción de carácter nacional provocada por las precauciones contra-rreformistas, es decir, por el cierre de España a toda influencia que, procedente del resto de Europa, pudiera dar lugar a cualquier penetración de la herejía protestante en el país.

Esta subdivisión del que podríamos llamar Renacimiento pleno, puede explicar —siempre que, además, tengamos en cuenta el carácter marcadamente conservador de los españoles— un dualismo que es, en realidad, la nota esencial de todo el arte renacentista español y cuyos aspectos principales son la coexistencia de lo nacional con lo extranjero, del realismo con el idealismo, de lo popular con lo culto, y del espíritu religioso medieval con la máxima valoración del hombre, característica ésta propia de la época.
Todo lo dicho también puede aplicarse, sin ninguna duda, al teatro, cosa que veremos a continuación.
Después del ya mencionado Auto de los Reyes Magos, se produce una laguna de más de dos siglos que podría hacernos pensar en una interrupción total dé la actividad dramática.
Pero la realidad fue otra, como lo demuestra la producción de Gómez Manrique, poeta cuya existencia abarcó, según parece, gran parte del siglo XV (¿1412-1490?), de la que conservamos la Representación del Nacimiento de Nuestro Señor, las Lamentaciones fechas para Semana Santa y unos Momos, diálogos entre personajes alegóricos.
Ello nos permite ver en dicho autor a un continuador de una tradición teatral no interrumpida.
Pero el paso del teatro medieval al de carácter plenamente renacentista se produce por obra de Juan del Encina (1468-1529), natural de un lugar no exactamente determinado, cercano, según parece, a Salamanca.
Además de dramaturgo, fue también poeta y músico. Estudió en la Universidad salmantina y vivió durante mucho tiempo en Roma, donde, por su talento musical, mereció la protección de algunos papas; más tarde, ordenado sacerdote hacia los cincuenta años, realizó un viaje a Jerusalén y celebró su primera misa en el monte Sinaí.
Vuelto a España, vivió en León hasta el fin de sus días. Las tres ciudades mencionadas —Salamanca, Roma y Jerusalén— representan, respectivamente, los tres elementos básicos de su obra: el nacional y popular, el renacentista y el medieval, que, en esencia, podríamos reducir a dos, por cuanto la peregrinación a Tierra Santa debe atribuirse, con toda seguridad, a un llamamiento imperioso, tras el período romano, de su primitiva formación tradicional.
Su producción, por lo tanto, puede dividirse en dos épocas. A la primera, todavía medieval, pertenecen diversas obras de acción sencilla, con escaso aparato escénico y diálogo fácil en habla dialectal; son de tema sacro diversas Églogas o Autos de Navidad y dos Representaciones de la Pasión y la Resurrección, y de asunto profano las Églogas de Carnaval o de Antruejo y el Auto del Repelón, resto, este último, de un antiguo género teatral denominado “escolar”, en el que los alumnos de las Universidades medievales representaban sus costumbres y diversiones.
La segunda etapa está integrada por tres obras escritas durante la estancia del poeta en Roma, de acción más complicada, ambiente refinado, con frecuencia bucólico, y un concepto pagano de la vida: la Égloga de Fileno, Zambardo y Cardonio, la de Plácida y Victoriano y la de Cristino y Febea.
A pesar del primitivismo de su obra, la perfecta estructura de la acción, su intensa personalidad artística y sus elementos populares y nacionales, que subsistirán en el teatro del Siglo de Oro, han convertido a Juan del Encina en el patriarca del teatro español.
Fue discípulo de Juan del Encina, el salmantino Lucas Fernández (1474-1542), cuya obra más importante es el Auto de la Pasión, muy dramático y realista, en el que varias figuras comentan con patéticos acentos los sufrimientos y la muerte de Jesús.
Le diferencia de su maestro la falta de elementos renacentistas, por lo que su producción constituye una mera continuación del primitivo teatro religioso medieval no queriendo ello decir que no lo escribió profano, pues también es autor de dos farsas o “evasicomedias” de una comedia “en lenguaje y estilo pastoril” y de un Diálogo para cantar.