Es en la comedia donde, al contrario de lo que ocurría en la tragedia y en el drama pastoral, tenemos que buscar un espejo de las costumbres, y la ideología de la época.
Es en la comedia donde el Renacimiento, una vez abandonada la vulgar imitación de los antiguos, nos dará sus frutos más apreciables.
Posiblemente no sean grandes obras, pero sí obras en las cuales, en lugar de ofrecérsenos tan sólo esos retazos de vida que podían verse desde las alturas de las cortes principescas, se baja a las calles y se nos proporciona un retrato histórico aceptable del hombre del Renacimiento en carne y hueso; a pesar de que no se trata de un retrato en absoluto optimista.
Naturalmente, en sus inicios, también la comedia se resiente de la imitación clásica, perjudicándole las reglas dictadas y el respeto por la tradición, y en especial la latina.
Para los primeros comediógrafos renacentistas, Plauto, Terencio y Menandro son una especie de dioses intocables. En otro sentido, los teóricos de la comedia establecen cierto número de reglas “férreas”, de las cuales no hay que evadirse.
Pero poco a poco las reglas pierden su rigidez y la comedia respira más a sus anchas, siendo á través de este camino que llegamos, tras cierto número de ensayos sin importancia, de autores desconocidos, a las comedias de Ludovico Ariosto (Los supuestos, El nigromante), en las cuales aún se advierte cierta imitación, pero también se advierte la preocupación por adaptar la acción (muy libre en Ariosto) a las necesidades puramente teatrales.
Se ha dado un gran paso hacia el frente, en favor de un teatro que no sea puramente reflexivo o lírico; de un teatro que se mueva, sobre todo, tal como exige su propia naturaleza.